miércoles, abril 6

Historia del ojo (continuación). Georges Bataille. 1928.

II-EL ARMARIO NORMANDO

A partir de esa época, Simona contrajo la manía de quebrar huevos con  su  culo.  Para  hacerlo  se  colocaba  sobre  un  sofá  del  salón,  con  la cabeza  sobre  el  asiento  y  la  espalda  contra  el  respaldo,  las  piernas apuntando  hacia  mí,  que  me  masturbaba  para  echarle  mi  esperma sobre la cara. Colocaba entonces el huevo justo encima del agujero del
culo y se divertía haciéndolo entrar con agilidad en la división profunda de sus nalgas. En el momento en que el semen empezaba a caer y a regarse  por  sus  ojos,  las  nalgas  se  cerraban,  cascaban  el  huevo  y  ella gozaba mientras yo me ensuciaba el rostro con la abundante salpicadura que salía de su culo.

Muy pronto, como era lógico, su madre que podía entrar en el salón de la casa en cualquier momento, sorprendió este manejo poco común; esta  mujer  extraordinariamente  buena,  de  vida  ejemplar,  se  contentó con asistir al juego sin decir palabra la primera vez que nos sorprendió en el acto, a tal punto que no nos dimos cuenta de su presencia. Supongo  que  estaba  demasiado  aterrada  para  hablar.  Pero  cuando terminamos  y  empezamos  a  ordenar  un  poco  el  desastre,  la  vimos parada en el umbral de la puerta.

—Haz  como  si  no  hubiera  nadie,  me  dijo  Simona  y  continuó  limpiándose el culo.

Y en efecto, salimos tan tranquilamente como si se hubiese reducido a estado de retrato de familia. 

Algunos días más tarde, Simona hacía gimnasia conmigo en las vigas de una cochera, y orinó sobre su madre, que había tenido la desgracia de detenerse sin verla: la triste viuda se apartó de ese lugar y nos miró con unos ojos tan tristes y una expresión tan desesperada que impulsó nuestros  juegos.  Simona,  muerta  de  risa  y  a  cuatro  patas  sobre  las vigas,  expuso  su  culo  frente  a  mi  rostro:  se  lo  abrí  totalmente  y  me masturbé al mirarla.

Durante más de una semana dejamos de ver a Marcela, hasta que un día la encontramos en la calle. Esta joven rubia, tímida e ingenuamente piadosa,  se  sonrojó  tan  profundamente  al  vernos  que  Simona  la  besó con ternura maravillosa.

—Le pido perdón, Marcela, le dijo en voz baja, lo que sucedió el otro día fue absurdo, pero no debe impedir que seamos amigos. Le prometo que ya no trataremos de tocarla. Marcela carecía totalmente de voluntad; aceptó acompañarnos para merendar  con  nosotros  y  algunos  amigos.  Pero  en  lugar de  té, bebimos champaña helado en abundancia.

Ver  a  Marcela  sonrojada  nos  había  trastornado  por  completo.  Nos habíamos  comprendido  Simona  y  yo,  y  a  partir  de  ese  momento supimos que nada nos haría detenernos sino hasta cumplir con nuestros  planes.  Además  de  Marcela  estaban  allí  otras  tres  muchachas hermosas y dos jóvenes el mayor de los ocho no tenía todavía diecisiete años y la bebida había producido un cierto efecto pero aparte de mí y de  Simona  nadie  se  había  excitado  como  planeábamos.  Un  fonógrafo nos sacó del problema. Simona empezó a bailar un chárleston frenético y mostró hasta el culo sus piernas, y las otras jóvenes invitadas a bailar de  la  misma  manera  estaban  demasiado  excitadas  para  preocuparse.

Llevaban, claro, calzones, pero movían tanto el culo que no escondían gran cosa. Sólo Marcela, ebria y silenciosa, se negó a danzar. Finalmente,  Simona,  que  pretendía  estar  absolutamente  borracha, tomó un mantel y levantándolo con la mano propuso una apuesta.

—Apuesto, dijo, a que hago pipí en el mantel frente a todo el mundo.

Se trataba, en principio, de una ridícula reunión de jovenzuelos por lo general habladores y pretenciosos. Uno de los muchachos la desafió y la apuesta se fijó a discreción... es evidente que Simona no dudó un solo instante y empapó el mantel. Pero este acto alucinante la conmovió  visiblemente  hasta  la  médula,  tanto  que  todos  los  jovenzuelos
empezaron a jadear.

—Puesto que es a discreción, dijo Simona al perdedor, voy a quitarte el  pantalón  ante  todo  el  mundo.  Esto  lo  hizo  sin  ninguna  dificultad. Una  vez  que  le  quitó  el  pantalón,  Simona  le  quitó  también  la  camisa (para  evitar  que  hiciese  el  ridículo).  Sin  embargo  no  había  pasado todavía  nada  grave:  Simona  apenas había acariciado ligeramente a su
joven  amigo  totalmente  embelesado,  borracho  y  desnudo.  Pero  ella sólo pensaba en Marcela que desde hacía algún rato me suplicaba que la dejara partir.

—Le prometimos que no la tocaríamos, Marcela, ¿por qué se quiere ir?, le pregunté.

—Porque sí, respondía con obstinación, al tiempo que una violenta cólera se apoderaba poco a poco de ella.

De repente Simona cayó en el piso con gran terror de los demás. Una convulsión cada vez más fuerte la agitaba, tenía las ropas en desorden, el culo al aire, como si tuviese un ataque de epilepsia, y al rodar a los pies  del  muchacho  que  había  desvestido,  pronunciaba  palabras  casi desarticuladas: “méame encima... méame en el culo”... repetía como si tuviera sed.

Marcela miraba este espectáculo con fijeza: se había puesto de color carmesí. Entonces me dijo, sin siquiera mirarme, que quería quitarse el vestido;  yo  se  lo  arranqué  a  medias,  y  luego  su  ropa  interior;  sólo conservó  sus  medias  y  su  liguero,  y  habiéndose  dejado  masturbar  y besar en la boca por mí, atravesó el cuarto como una sonámbula para alcanzar un gran armario normando donde se encerró después de haber murmurado algunas palabras a la oreja de Simona.

Quería masturbarse en el armario y nos suplicaba que la dejáramos tranquila. Hay  que  advertir  que  todos  estábamos  muy  borrachos  y  completamente trastornados por lo que había pasado. El muchacho desnudo se la hacía mamar por una joven. Simona, de pie, y con las faldas alzadas, frotaba su culo desnudo contra el armario en movimiento en donde se oía  a  la  muchacha  masturbarse  con  un  jadeo  brutal.  Y  de  repente sucedió  una  cosa increíble:  un  extraño  ruido  de  agua  seguido  de  la aparición  de  un  hilo  y  luego  de  un  chorro  de  agua  por  debajo  de  la puerta  del  armario:  la  desgraciada  Marcela  orinaba  dentro,  al  tiempo que  se  masturbaba.  La  carcajada  absolutamente  ebria  que  siguió
degeneró  rápidamente  en  una  orgía  con  caída  de  cuerpos,  piernas  y culos al aire, faldas mojadas y semen. Las risas se producían como un hipo  involuntario  e  imbécil,  sin  lograr  interrumpir  una  oleada  brutal dirigida hacia los culos y las vergas. Marcela, solitaria y triste, encerrada en el orinal convertido en prisión, empezó a sollozar cada vez más fuertemente.

Media hora después empezó a pasarme la borrachera y se me ocurrió sacar a Marcela del armario: la desgraciada joven, totalmente desnuda, había  caído  en  un  estado  terrible.  Temblaba  y  tiritaba  de  frío.  Desde que me vio manifestó un terror enfermizo aunque violento. Por lo demás, yo estaba pálido, más o menos ensangrentado y vestido estrafalariamente. Atrás de mí, yacían, casi inertes y en un desorden inefable, varios  cuerpos  escandalosamente  desnudos  y  enfermos.  Durante  la orgía se nos habían clavado pedazos de vidrio que nos habían ensangrentado  a  dos  de  nosotros;  una  muchacha  vomitaba;  además  todos caíamos  de  repente  en  espasmos  de  risa  loca,  tan  desencadenada  que algunos  habían  mojado  su  ropa,  otros  su  asiento  y  otros  el  suelo. 

De allí salía un olor de sangre, de esperma, de orina y de vómito que casi me  hizo  recular  de  terror;  pero  el  grito  inhumano  que  desgarró  la garganta de Marcela fue todavía más terrorífico. Debo decir sin embargo que, en ese mismo momento, Simona dormía tranquilamente, con el vientre  al  aire,  la  mano  detenida  todavía  sobre  el  vello  del  pubis  y  el rostro apacible y casi sonriente.

Marcela, que se había precipitado a través del cuarto tambaleándose y gritando como si gruñera, me miró de nuevo: retrocedió como si yo fuera  un  espectro  espantoso  que  apareciera  en  una  pesadilla,  y  se desplomó  dejando  oír  una  secuela  de  aullidos  cada  vez  más  inhumanos.

Cosa curiosa; ese incidente me devolvió el valor. Alguien iba a venir, era  inevitable;  pero  no  pensé  ni  un  instante  en  huir  o  en  acallar  el escándalo. Al contrario, con resolución abrí la puerta. ¡Oh, espectáculo y  gozo  inusitados!  ¡Es  fácil  imaginar  las  exclamaciones  de  horror,  los gritos desesperados,  las  amenazas  desproporcionadas  de  los  padres al entrar en la habitación! Con gritos incendiarios e imprecaciones espasmódicas  mencionaron  la  cárcel,  el  cadalso  y  los  tribunales; nuestros propios camaradas se habían puesto a gritar y a sollozar hasta producir un ruido delirante de gritos y lágrimas: se diría que los habían
incendiado y que eran antorchas vivas. Simona gozaba conmigo. Y sin embargo, ¡qué atrocidad! Nada podía dar fin al delirio tragicómico  de  esos  dementes;  Marcela,  que  seguía  desnuda,  expresaba,  a medida que gesticulaba, y entre gritos de dolor, un sufrimiento moral y un terror imposible de soportar; vimos cómo mordía a su madre en el
rostro y se movía entre los brazos que intentaban dominarla en vano.

En efecto, la irrupción de los padres había acabado de destruir lo que le  quedaba  de  razón;  para  terminar  se  llamó  a  la  policía  y  todos  los vecinos fueron testigos del inaudito escándalo.

1 comentario:

  1. My buena parte de este libro,... De Georges Bataille actualmente leo "eroticism is asseting to LIFE even in death".. bastante bueno! :)

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