II-EL ARMARIO NORMANDO
A partir de esa época, Simona contrajo la manía de quebrar huevos con su culo. Para hacerlo se colocaba sobre un sofá del salón, con la cabeza sobre el asiento y la espalda contra el respaldo, las piernas apuntando hacia mí, que me masturbaba para echarle mi esperma sobre la cara. Colocaba entonces el huevo justo encima del agujero del
culo y se divertía haciéndolo entrar con agilidad en la división profunda de sus nalgas. En el momento en que el semen empezaba a caer y a regarse por sus ojos, las nalgas se cerraban, cascaban el huevo y ella gozaba mientras yo me ensuciaba el rostro con la abundante salpicadura que salía de su culo.
Muy pronto, como era lógico, su madre que podía entrar en el salón de la casa en cualquier momento, sorprendió este manejo poco común; esta mujer extraordinariamente buena, de vida ejemplar, se contentó con asistir al juego sin decir palabra la primera vez que nos sorprendió en el acto, a tal punto que no nos dimos cuenta de su presencia. Supongo que estaba demasiado aterrada para hablar. Pero cuando terminamos y empezamos a ordenar un poco el desastre, la vimos parada en el umbral de la puerta.
—Haz como si no hubiera nadie, me dijo Simona y continuó limpiándose el culo.
Y en efecto, salimos tan tranquilamente como si se hubiese reducido a estado de retrato de familia.
Algunos días más tarde, Simona hacía gimnasia conmigo en las vigas de una cochera, y orinó sobre su madre, que había tenido la desgracia de detenerse sin verla: la triste viuda se apartó de ese lugar y nos miró con unos ojos tan tristes y una expresión tan desesperada que impulsó nuestros juegos. Simona, muerta de risa y a cuatro patas sobre las vigas, expuso su culo frente a mi rostro: se lo abrí totalmente y me masturbé al mirarla.
Durante más de una semana dejamos de ver a Marcela, hasta que un día la encontramos en la calle. Esta joven rubia, tímida e ingenuamente piadosa, se sonrojó tan profundamente al vernos que Simona la besó con ternura maravillosa.
—Le pido perdón, Marcela, le dijo en voz baja, lo que sucedió el otro día fue absurdo, pero no debe impedir que seamos amigos. Le prometo que ya no trataremos de tocarla. Marcela carecía totalmente de voluntad; aceptó acompañarnos para merendar con nosotros y algunos amigos. Pero en lugar de té, bebimos champaña helado en abundancia.
Ver a Marcela sonrojada nos había trastornado por completo. Nos habíamos comprendido Simona y yo, y a partir de ese momento supimos que nada nos haría detenernos sino hasta cumplir con nuestros planes. Además de Marcela estaban allí otras tres muchachas hermosas y dos jóvenes el mayor de los ocho no tenía todavía diecisiete años y la bebida había producido un cierto efecto pero aparte de mí y de Simona nadie se había excitado como planeábamos. Un fonógrafo nos sacó del problema. Simona empezó a bailar un chárleston frenético y mostró hasta el culo sus piernas, y las otras jóvenes invitadas a bailar de la misma manera estaban demasiado excitadas para preocuparse.
Llevaban, claro, calzones, pero movían tanto el culo que no escondían gran cosa. Sólo Marcela, ebria y silenciosa, se negó a danzar. Finalmente, Simona, que pretendía estar absolutamente borracha, tomó un mantel y levantándolo con la mano propuso una apuesta.
—Apuesto, dijo, a que hago pipí en el mantel frente a todo el mundo.
Se trataba, en principio, de una ridícula reunión de jovenzuelos por lo general habladores y pretenciosos. Uno de los muchachos la desafió y la apuesta se fijó a discreción... es evidente que Simona no dudó un solo instante y empapó el mantel. Pero este acto alucinante la conmovió visiblemente hasta la médula, tanto que todos los jovenzuelos
empezaron a jadear.
—Puesto que es a discreción, dijo Simona al perdedor, voy a quitarte el pantalón ante todo el mundo. Esto lo hizo sin ninguna dificultad. Una vez que le quitó el pantalón, Simona le quitó también la camisa (para evitar que hiciese el ridículo). Sin embargo no había pasado todavía nada grave: Simona apenas había acariciado ligeramente a su
joven amigo totalmente embelesado, borracho y desnudo. Pero ella sólo pensaba en Marcela que desde hacía algún rato me suplicaba que la dejara partir.
—Le prometimos que no la tocaríamos, Marcela, ¿por qué se quiere ir?, le pregunté.
—Porque sí, respondía con obstinación, al tiempo que una violenta cólera se apoderaba poco a poco de ella.
De repente Simona cayó en el piso con gran terror de los demás. Una convulsión cada vez más fuerte la agitaba, tenía las ropas en desorden, el culo al aire, como si tuviese un ataque de epilepsia, y al rodar a los pies del muchacho que había desvestido, pronunciaba palabras casi desarticuladas: “méame encima... méame en el culo”... repetía como si tuviera sed.
Marcela miraba este espectáculo con fijeza: se había puesto de color carmesí. Entonces me dijo, sin siquiera mirarme, que quería quitarse el vestido; yo se lo arranqué a medias, y luego su ropa interior; sólo conservó sus medias y su liguero, y habiéndose dejado masturbar y besar en la boca por mí, atravesó el cuarto como una sonámbula para alcanzar un gran armario normando donde se encerró después de haber murmurado algunas palabras a la oreja de Simona.
Quería masturbarse en el armario y nos suplicaba que la dejáramos tranquila. Hay que advertir que todos estábamos muy borrachos y completamente trastornados por lo que había pasado. El muchacho desnudo se la hacía mamar por una joven. Simona, de pie, y con las faldas alzadas, frotaba su culo desnudo contra el armario en movimiento en donde se oía a la muchacha masturbarse con un jadeo brutal. Y de repente sucedió una cosa increíble: un extraño ruido de agua seguido de la aparición de un hilo y luego de un chorro de agua por debajo de la puerta del armario: la desgraciada Marcela orinaba dentro, al tiempo que se masturbaba. La carcajada absolutamente ebria que siguió
degeneró rápidamente en una orgía con caída de cuerpos, piernas y culos al aire, faldas mojadas y semen. Las risas se producían como un hipo involuntario e imbécil, sin lograr interrumpir una oleada brutal dirigida hacia los culos y las vergas. Marcela, solitaria y triste, encerrada en el orinal convertido en prisión, empezó a sollozar cada vez más fuertemente.
Media hora después empezó a pasarme la borrachera y se me ocurrió sacar a Marcela del armario: la desgraciada joven, totalmente desnuda, había caído en un estado terrible. Temblaba y tiritaba de frío. Desde que me vio manifestó un terror enfermizo aunque violento. Por lo demás, yo estaba pálido, más o menos ensangrentado y vestido estrafalariamente. Atrás de mí, yacían, casi inertes y en un desorden inefable, varios cuerpos escandalosamente desnudos y enfermos. Durante la orgía se nos habían clavado pedazos de vidrio que nos habían ensangrentado a dos de nosotros; una muchacha vomitaba; además todos caíamos de repente en espasmos de risa loca, tan desencadenada que algunos habían mojado su ropa, otros su asiento y otros el suelo.
De allí salía un olor de sangre, de esperma, de orina y de vómito que casi me hizo recular de terror; pero el grito inhumano que desgarró la garganta de Marcela fue todavía más terrorífico. Debo decir sin embargo que, en ese mismo momento, Simona dormía tranquilamente, con el vientre al aire, la mano detenida todavía sobre el vello del pubis y el rostro apacible y casi sonriente.
Marcela, que se había precipitado a través del cuarto tambaleándose y gritando como si gruñera, me miró de nuevo: retrocedió como si yo fuera un espectro espantoso que apareciera en una pesadilla, y se desplomó dejando oír una secuela de aullidos cada vez más inhumanos.
Cosa curiosa; ese incidente me devolvió el valor. Alguien iba a venir, era inevitable; pero no pensé ni un instante en huir o en acallar el escándalo. Al contrario, con resolución abrí la puerta. ¡Oh, espectáculo y gozo inusitados! ¡Es fácil imaginar las exclamaciones de horror, los gritos desesperados, las amenazas desproporcionadas de los padres al entrar en la habitación! Con gritos incendiarios e imprecaciones espasmódicas mencionaron la cárcel, el cadalso y los tribunales; nuestros propios camaradas se habían puesto a gritar y a sollozar hasta producir un ruido delirante de gritos y lágrimas: se diría que los habían
incendiado y que eran antorchas vivas. Simona gozaba conmigo. Y sin embargo, ¡qué atrocidad! Nada podía dar fin al delirio tragicómico de esos dementes; Marcela, que seguía desnuda, expresaba, a medida que gesticulaba, y entre gritos de dolor, un sufrimiento moral y un terror imposible de soportar; vimos cómo mordía a su madre en el
rostro y se movía entre los brazos que intentaban dominarla en vano.
En efecto, la irrupción de los padres había acabado de destruir lo que le quedaba de razón; para terminar se llamó a la policía y todos los vecinos fueron testigos del inaudito escándalo.
My buena parte de este libro,... De Georges Bataille actualmente leo "eroticism is asseting to LIFE even in death".. bastante bueno! :)
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