martes, agosto 29

Aguacero. Ana Paulina Gutiérrez



English Rain, Sandy Dooley
40x50cm
acrylic on canvas
Fuimos aguacero.

Y vino la calma.
Esa que corrompe,
que cuesta,
que saca arrugas.

Calma tensa,
incierta.

Calma sanguijuela,
esperpento.


Calma de cielo abierto a medio día,
Cenit,
ceño fruncido.

Calma ansiolítica.
Reposo forzado.
Receta médica.

Cama de piedra.
Túnel de improviso.

Calma de reojo, a la fuerza.
Agotadora.

Antisísmica.

Autoflagelo.

Calma que perturba,
que prohíbe,
que entume.

Por fortuna seguimos siendo agua.
Dos arroyos que crecen y se encuentran.

Y ya fuimos aguacero.


After rain, Sandy Dooley
90x30cm
acrylic on canvas



martes, agosto 22

Conversaciones. Ana Paulina Gutiérrez



"It is precisely because perfect transport is impossible
– because all travel is movement in real time –
that places do not just have locations but histories."

Tim Ingold


Carta de Margaret Mead a Ruth Benedict "Soulmates"



Siempre he tenido la sensación de que soy una mujer de tiempos híbridos.

No me gustan las conversaciones incompletas.

Me vuelve loca el esperar respuestas que no llegan, o que llegan a deshoras.

Las más simples. Las despedidas. Los buenos días. Las narraciones de los placeres cotidianos. De las preocupaciones y los consuelos.

Me entristecen las conversaciones simples. Esas que acaban con un silencio, muchas veces, unilateral. Puedo quedarme esperando largas horas una respuesta que no llegará porque su existencia, su imperiosidad, sólo está en mi mente. Son otras épocas. Y me sumo. Yo lo hago también sin darme cuenta. Todo el tiempo. Como el ser híbrido que soy.

Pero también me abruman los abusos sobre los tiempos y los espacios del otro. Como si no existiera una frontera entre los aparatos de comunicación y la vida. La obligación de estar comunicada me enfurece. Desde niña, cuando me rebelaba ante la norma de reportarme donde estuviera. Ahora lo hago porque la edad me ha hecho considerada. “No voy a llegar pero estoy bien”. Punto.

Me da la impresión de que hemos aprendido y acordado sin hacerlo de manera explícita, que podemos meternos en los tiempos íntimos  de otros sin ningún reparo, ya sea para dejar una conversación incompleta o para exigir respuesta:

“Ya sé que es tarde pero no me has contestado el mensaje”

“Responde mi correo”

“Necesito verte mañana y tenía que avisarte a las 12 de la noche.”
                 
“¡Inbox!”

O simplemente silencio y desconexión que lastiman.

Y parece ser nuestra responsabilidad y nuestro error si no vemos el mensaje. O lo ignoramos por ser una hora inapropiada. Y resulta que no es así. Porque estamos viviendo la vida más allá de las pantallas también. Sí, son espacios relevantes, con muchos códigos, historias, experiencias. Pero no son sólo ellas la vida.

Ahí no hay abrazo, no hay besos. No hay voz. No hay presencia. Somos como unos hologramas conviviendo entre ausencias, semipresencias y malos entendidos. Dejando que el tiempo se coma la emoción.

La paradoja es que se han vuelto necesarias para estar. Para acompañar. Para mostrar emociones. Por eso algunas se esperan. Por eso las espero yo. Y cuando las leo parece que escucho la voz de quien me escribe. Su risa. Su olor. Y me imagino el abrazo, y el calor y el cuerpo.

Por eso creo que soy algo así como una nostálgica posmoderna. Detesto que dispongan de mi tiempo, pero me fascina la posibilidad de entablar conversaciones a distancia. De manera fácil. Extraño el abrazo, pero me encanta saber de las personas a quienes quiero. Recibir sus fotos. Los mensajes de voz me alegran muchísimo, más si me ponen musiquita que les gusta y que quieren compartir. Los escucho decenas de veces. Pero eso ya implica un nivel distinto de creatividad, que por fortuna, es posible. Y agradezco que aparezca en mi vida cotidiana. Eso no me genera conflicto, al contrario, me gusta. Mucho.

Pero sí, confieso que hay algo que me cansa de esta comunicación constante y apremiante. No me acomoda más. La facilidad de la distancia innecesaria. De la cancelación. De la ausencia.

Y ahí me vuelve a habitar la nostálgica esa que me visita a veces. Extraño las cartas. Esas largas y arrugadas, escritas con bolígrafos que dejan un hermoso olor a tinta y papel en un paquetito de hojas dobladas en tres partes y metidas en un sobre “aéreo”.

El sonido al abrir el sobre, al desdoblar la carta es algo a lo que no deseo renunciar. Siempre estoy esperando que la gente me escriba cartas. No tienen que ser profundas, aunque en realidad todas lo son. Porque uno se toma el tiempo de sentarse frente al papel, de tomar la pluma y darle vida a una idea con la propia mano. A contar el día, el programa de televisión, el susto de la tarde, el amor en turno.

Eso es un compromiso:

¿Qué voy a contarle ahora a mi padre?

¿De qué paisaje lindo le hablaré a mi abuela, con estas letras gigantes que me ha pedido para poder leer el texto que le escribo: “Escríbeme con letra grande para que te pueda leer con la lupa Ali.” Me decía mi Maye.

¿Qué imagen del encuentro de nuestros cuerpos le voy a recordar a mi amante para dibujar una sonrisa que no veré, pero que ya imagino desde ahora. ¿Qué flor de contrabando le voy a meter entre las hojas?

La última carta que escribí fue una receta. Y fue un acto de complicidad divertido y delicioso. Hubo al menos cuatro cartas antes de que nos reuniéramos a cocinar lo planeado. Fue un juego exquisito con el tiempo, con las palabras, los placeres y los cuerpos.

Las cartas elaboradas a mano son sin duda mi forma de comunicación escrita favorita. La que evoca emociones complejas. La que revive recuerdos. La que se contiene en un objeto completamente asequible y manejable con las manos, los ojos, la boca. Pongo el cuerpo en las cartas que escribo y me escriben. Las cartas te hacen vivir una, dos o decenas de veces una historia. Con paz. Sin desasosiego. Con complicidad cariñosa. Porque todo está dicho ahí, sin pausas. O sólo las pausas necesarias para reír, llorar un poquito o releer esa frase que fue escrita pensando en quien la lee. Emoción y pensamiento tramitado con el cuerpo y un bolígrafo.

***


La evolución de la letra A. De la cabeza de un buey (sin agraviar), a la capital romana. Figura del libro Lines de Tim Ingold, que es tan hermoso, que me gusta compartirlo.

Dirección postal: Tenochtitlan 6, Barrio de Santo Domingo, Tepoztlán, Morelos, C.P. 62520 México.