Siempre
he tenido la sensación de que soy una mujer de tiempos híbridos.
No
me gustan las conversaciones incompletas.
Me
vuelve loca el esperar respuestas que no llegan, o que llegan a deshoras.
Las
más simples. Las despedidas. Los buenos días. Las narraciones de los placeres
cotidianos. De las preocupaciones y los consuelos.
Me
entristecen las conversaciones simples. Esas que acaban con un silencio, muchas
veces, unilateral. Puedo quedarme esperando largas horas una respuesta que no
llegará porque su existencia, su imperiosidad, sólo está en mi mente. Son otras
épocas. Y me sumo. Yo lo hago también sin darme cuenta. Todo el tiempo. Como el
ser híbrido que soy.
Pero
también me abruman los abusos sobre los tiempos y los espacios del otro. Como
si no existiera una frontera entre los aparatos de comunicación y la vida. La
obligación de estar comunicada me enfurece. Desde niña, cuando me rebelaba ante
la norma de reportarme donde estuviera. Ahora lo hago porque la edad me ha
hecho considerada. “No voy a llegar pero estoy bien”. Punto.
Me
da la impresión de que hemos aprendido y acordado sin hacerlo de manera
explícita, que podemos meternos en los tiempos íntimos de otros sin ningún reparo, ya sea para dejar
una conversación incompleta o para exigir respuesta:
“Ya
sé que es tarde pero no me has contestado el mensaje”
“Responde mi correo”
“Necesito verte mañana y tenía que avisarte a
las 12 de la noche.”
“¡Inbox!”
O
simplemente silencio y desconexión que lastiman.
Y
parece ser nuestra responsabilidad y nuestro error si no vemos el mensaje. O lo
ignoramos por ser una hora inapropiada. Y resulta que no es así. Porque estamos
viviendo la vida más allá de las pantallas también. Sí, son espacios
relevantes, con muchos códigos, historias, experiencias. Pero no son sólo ellas
la vida.
Ahí
no hay abrazo, no hay besos. No hay voz. No hay presencia. Somos como unos
hologramas conviviendo entre ausencias, semipresencias y malos entendidos.
Dejando que el tiempo se coma la emoción.
La
paradoja es que se han vuelto necesarias para estar. Para acompañar. Para
mostrar emociones. Por eso algunas se esperan. Por eso las espero yo. Y cuando
las leo parece que escucho la voz de quien me escribe. Su risa. Su olor. Y me
imagino el abrazo, y el calor y el cuerpo.
Por
eso creo que soy algo así como una nostálgica posmoderna. Detesto que dispongan
de mi tiempo, pero me fascina la posibilidad de entablar conversaciones a
distancia. De manera fácil. Extraño el abrazo, pero me encanta saber de las personas
a quienes quiero. Recibir sus fotos. Los mensajes de voz me alegran muchísimo,
más si me ponen musiquita que les gusta y que quieren compartir. Los escucho
decenas de veces. Pero eso ya implica un nivel distinto de creatividad, que por
fortuna, es posible. Y agradezco que aparezca en mi vida cotidiana. Eso no me
genera conflicto, al contrario, me gusta. Mucho.
Pero
sí, confieso que hay algo que me cansa de esta comunicación constante y
apremiante. No me acomoda más. La facilidad de la distancia innecesaria. De la
cancelación. De la ausencia.
Y
ahí me vuelve a habitar la nostálgica esa que me visita a veces. Extraño las
cartas. Esas largas y arrugadas, escritas con bolígrafos que dejan un hermoso
olor a tinta y papel en un paquetito de hojas dobladas en tres partes y metidas
en un sobre “aéreo”.
El
sonido al abrir el sobre, al desdoblar la carta es algo a lo que no deseo
renunciar. Siempre estoy esperando que la gente me escriba cartas. No tienen
que ser profundas, aunque en realidad todas lo son. Porque uno se toma el
tiempo de sentarse frente al papel, de tomar la pluma y darle vida a una idea
con la propia mano. A contar el día, el programa de televisión, el susto de la
tarde, el amor en turno.
Eso
es un compromiso:
¿Qué
voy a contarle ahora a mi padre?
¿De
qué paisaje lindo le hablaré a mi abuela, con estas letras gigantes que me ha
pedido para poder leer el texto que le escribo: “Escríbeme con letra grande
para que te pueda leer con la lupa Ali.” Me decía mi Maye.
¿Qué
imagen del encuentro de nuestros cuerpos le voy a recordar a mi amante para
dibujar una sonrisa que no veré, pero que ya imagino desde ahora. ¿Qué flor de
contrabando le voy a meter entre las hojas?
La
última carta que escribí fue una receta. Y fue un acto de complicidad divertido
y delicioso. Hubo al menos cuatro cartas antes de que nos reuniéramos a cocinar
lo planeado. Fue un juego exquisito con el tiempo, con las palabras, los
placeres y los cuerpos.
Las
cartas elaboradas a mano son sin duda mi forma de comunicación escrita
favorita. La que evoca emociones complejas. La que revive recuerdos. La que se
contiene en un objeto completamente asequible y manejable con las manos, los
ojos, la boca. Pongo el cuerpo en las cartas que escribo y me escriben. Las
cartas te hacen vivir una, dos o decenas de veces una historia. Con paz. Sin
desasosiego. Con complicidad cariñosa. Porque todo está dicho ahí, sin pausas.
O sólo las pausas necesarias para reír, llorar un poquito o releer esa frase
que fue escrita pensando en quien la lee. Emoción y pensamiento tramitado con
el cuerpo y un bolígrafo.
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