sábado, diciembre 10

Memorias. Segunda parte. Ana Paulina Gutiérrez.

Imagen: Yasuo Kuniyoshi


Ene se había tendido en el pasto del colegio. Estaba agotada y sólo quería perderse en las sensaciones. Cubrió su cabeza con un suéter y se llevó la mano fría a la boca. Comenzó entonces a agregar líneas al guión de la memoria. Ahora en la imagen-recuerdo, su mano era la de su amante y sus dedos entraban y salían mientras acariciaban su lengua y sus labios. Sus propios pensamientos interrumpían las imágenes, en su cabeza se instalaba un diálogo con ella misma.

¿Has visto cuando las moscas dan vueltas interminables en el centro de un salón? Así me siento. No sé en qué momento comencé a dar vueltas y ahora no sé cómo detenerme. Ni siquiera sé si quiero detenerme.

El auto-diagnóstico de Ene era que siempre fue demasiado complaciente con los demás. Aprendió a conciliar a todos los miembros de su familia y a sus propios demonios. Así aprendió a relacionarse y a pasar los días, evitando el conflicto, porque como le decía constantemente su madre, “En alguien tiene que caber la prudencia”. Después de dar vueltas como mosca alrededor de sus pensamientos, decidió concentrarse en la memoria.

Sacó los dedos húmedos de su boca y comenzó a deslizarlos por la espalda que ahora la acompañaba en el pasto-cama, pegadita a su pecho. Era una de las sensaciones más placenteras que había experimentado. Tal vez fue eso lo que la enamoró de él. Ene no podía dormir abrazada de ningún hombre. En los 15 años que vivió con Juan, no pudo hacerlo más de dos veces. Invariablemente rodaba a la orilla de la cama, enroscaba los pies en las cobijas y se concentraba en la agradable sensación de calor que de a poco invadía su cuerpo desnudo, hasta que se quedaba dormida. Si Juan la rodeaba con el brazo, ella se despertaba con angustia y no tenía más remedio que apartar el enorme brazo y pedirle una disculpa fugaz por no soportar la sensación del peso sobre ella. Juan solía reclamarle cariñosamente, hasta que acabó por acostumbrarse. Ene nunca se acostumbró a ceder centímetros de su espacio en la cama.

En cambio con Fabián era distinto. Le emocionaba que la abrazara desparpajádamente después de hacer el amor (o algo parecido), ya dormido, mientras salían de su boca esos gemidos de niño. Un par de veces pensó que tenía pesadillas y sintió la necesidad de besarle la espalda. Siempre lo hacía temerosa, pensando que tal vez a él no le gustaría. Sabía que él no quería enamorarse, claramente le había dicho: “El amor debilita”, eso la detenía todo el tiempo. Hacía las cosas a medias, pero aun con esas limitaciones, el goce era enorme. Conocía a la perfección la textura de aquella piel blanca y fría. Se sabía de memoria su cuerpo. Reconocía su perfume a kilómetros de distancia. Una vez sentada en una de las sillas del aula, sintió una pequeña perturbación, como un temblorcito, algo más fuerte que un escalofrío. Al instante percibió el perfume de Fabián. No sabe exactamente porque, pero recordó aquella regla para saber la distancia aproximada del relámpago: “Después de ver la luz,  cuenta los segundos hasta que se escuche el trueno; divide el número de segundos entre 3 para calcular la distancia en kilómetros; busca refugio inmediatamente si la tormenta se está aproximando”. Se sintió estúpida: no era normal pensar esas cosas. A los pocos segundos, Fabián entró por la puerta del aula y ella sintió algo parecido a la sensación previa a un orgasmo intenso. No, no lo imaginaba, estaba segura que algo que los conectaba. Y sí, insiste en que lo que la enamoró, fue ese momento en que Fabián, dormido, la abrazó y acomodó su cabeza sobre la suya. Ella se quedó atónita. ¿Cómo podían estar tan pegados sin ser un solo cuerpo? Un abrazo es lo recurrente, pero ¿una cabeza sobre otra? Recuerda la sensación de la mejilla de Fabián sobre la suya, con esa barba bicolor, extraña, como casi todo lo que lo rodeaba. Ella, después de su asombro, comenzó a jugar un poco: “¿Será que si muevo despacito la cabeza, como acariciando su mejilla, me siga el mimo?” Lo hacía temerosa, como todo lo demás. “¿Y si le acarició la cara con la mano, responderá?” Increíblemente, él respondió. Después se pegó más a su cuerpo tratando de no mover la cabeza, para conservar el placer de ese encuentro. Fabián la abrazó y le acarició la espalda. “¡Cómo no iba a enamorarme!”

El recuerdo le mojaba los ojos. Trató una vez más de concentrarse en las sensaciones,: los dedos, la boca, la lengua, las pieles desnudas. Pero inevitablemente aparecían los otros recuerdos. Esos breves pedazos de vida compartida que tanto la habían lastimado. Como aquella noche en que el trayecto fue una maravilla. El recuerdo de la mirada de Fabián sobre su cuerpo, sobre su boca, le provocaba mareas súbitas. El juego comenzó desde el bar, pero se magnificó cuando Ene lanzó la provocación:

-Bueno, voy a tomar un taxi a mi casa.-

Fabián entendía el juego, la miró con cara de asombro y decepción para seguir la jugada.

-¿En serio te vas?-
-Claro, a menos que me invites a tu casa.-
-¡Por supuesto que te quiero llevar a mi casa, qué pensabas!-

Se comían a besos, desesperados. Ella se sentía libre, feliz. No lo había imaginado cierto. Fue medio a ciegas al bar, sabiendo que estaría con él, pero no tenía la certeza de que esa noche pudiera dar existencia a los sueños de dos meses de ausencia física y otros tantos de distanciamiento. La última vez que estuvieron juntos fue muy extraño. No estuvieron solos y eso había transformado de alguna manera el encuentro entre Ene y Fabián. Para Ene, el estar con Fabián y Ana había sido una experiencia agradable pero frustrada, pues había sido interrumpida por los sentimientos de culpa de su amiga. En realidad Ene quería que la experiencia culminara, siempre había querido hacerlo y se había dado de manera tan espontánea esa noche, que le molestó un poco que no pudiera ser, pero de cualquier forma al regresar a la imagen de Fabián, se alegraba de que no hubiera pasado a mayores. No tenía idea de lo que vendría después, Ana y Fabián se habían enamorado y ahora ella era la que estaba fuera. Pero en ese momento, antes de la fatalidad, estaban de nuevo juntos y solos. No podía evitar sentirse feliz porque, aunque un poco forzada, esa noche había sido una cita. Ene nunca había sentido que los minutos fueran tan largos como durante el trayecto, quería tener alas, unas grandes que le permitieran elevarse unos cuantos metros, los suficientes para que Fabián, tomado de su mano, no chocara con los autos estacionados durante el vuelo. Cada vez que detenían la carrera, Ene bajaba la mano para tocar el pene de Fabián, como si fuera la evidencia de que esto realmente estaba ocurriendo. Siempre había soñado ser una bruja, tener algún poder mágico. Y lograr que un pene se pusiera así de duro y grande le parecía la mejor de las magias.

No pudo seguir. Ene se quitó el suéter de la cara y  tomó un respiro. Se concentró en el canto de los pájaros y en las nubes. Cientos de imágenes pasaban frente a ella, incontrolables. No sabía dónde estaba parada. Desde hace meses había dejado de habitar la tierra. Pensaba en que sus experiencias, su historia, la habían convertido en la mujer más sola del mundo. Tan sola que no podía estar consigo misma. No podía hablar con la gente, no podía dibujarse en el nuevo lienzo. La blancura le lastimaba los ojos. Todas las mañanas, al salir a la calle, le lloraban los ojos. La gente le decía que tal vez era una alergia, pero en el fondo ella sabía que la causa era la blancura del lienzo. El miedo a dibujarse de nuevo.

No se preguntaba si realmente lo amaba, estaba segura. Era la única certeza en medio de la ceguera. Cuando lo razonaba se odiaba a sí misma. Pero era tan sólo un destello de odio que se apagaba con las marejadas de idealización que la acompañaban a lo largo del día, de los días. “¿Pero por qué me quieres?” Escuchar eso de su boca era en principio, una [absurda] confirmación del heroísmo de mujer independiente y valiente, que no teme exponerse frente al hombre “que ama”. Y que no la ama, en lo absoluto. Otro destello de racionalidad la hacía pensar que si a él le extrañaba tanto que lo amara, tenía que ver necesariamente con la imposibilidad de que él la amara a ella. Esto era mucho más factible. “¡Maldita razón!”

¿Qué estoy haciendo? Revolviéndome en la mierda, en mi propia mierda. Una mierda que nadie más sabe que existe. No hablo con nadie de esto porque me agobia. Me cansa escucharme a mí misma.” Dejaba estos pensamientos angustiantes y volvía a la idealización: tiempo ideal, espacio ideal, persona ideal… Imaginaba miles de historias que cumplían sus expectativas. Nada podía salir mal. “¿Por qué habría de salir mal?” Pero siempre salía mal. 

“Nuestro tiempo terminó.” Pensó en voz alta y se paró súbitamente del pasto. Caminó a la biblioteca muriéndose de frío. Le esperaba un día espantoso, lleno de  pensamientos atravesados y mínimas posibilidades de fuga. ¿Algún día me hará feliz amar?