martes, marzo 29
Debajo de un olivo*
Debajo de un olivo fructuoso
por do se van mil vides retorciendo,
con gran lujuria vide estar hodiendo
a una dama un galán furioso.
Ella los pies al cielo luminoso tiene,
con que en los lomos le va hiriendo,
y con dulces meneos va haciendo
se encienda más el fuego lujurioso.
Y al derramar la esperma y regucijo,
dijo el galán: " Mi vida, pues acabo,
si puedes di aceituna" y quedó mudo.
Ella, que sin compás menea el rabo,
“Acei..., acei..., acei..., aceite” dijo,
que decir “Aceituna” nunca pudo.
* Manuscrito anónimo, aprox. 1610.
lunes, marzo 28
Historia del ojo. Georges Bataille. 1928.*
PRIMERA PARTE
I-EL OJO DEL GATO
Crecí muy solo y desde que tengo memoria sentí angustia frente a todo lo sexual. Tenía cerca de 16 años cuando en la playa de X encontré a una joven de mi edad, Simona. Nuestras relaciones se precipitaron porque nuestras familias guardaban un parentesco lejano. Tres días después de habernos conocido, Simona y yo nos encontramos solos en su quinta. Vestía un delantal negro con cuello blanco almidonado.
Comencé a advertir que compartía conmigo la ansiedad que me producía verla, ansiedad mucho mayor ese día porque intuía que se encontraba completamente desnuda bajo su delantal. Llevaba medias de seda negra que le subían por encima de las rodillas; pero aún no había podido verle el culo (este nombre que Simona y yo empleamos siempre, es para mí el más hermoso de los nombres del sexo). Tenía la impresión de que si apartaba ligeramente su delantal por atrás, vería sus partes impúdicas sin ningún reparo.
En el rincón de un corredor había un plato con leche para el gato: “Los platos están hechos para sentarse”, me dijo Simona. “¿Apuestas a que me siento en el plato?” —”Apuesto a que no te atreves”, le respondí, casi sin aliento. Hacia muchísimo calor. Simona colocó el plato sobre un pequeño banco, se instaló delante de mí y, sin separar sus ojos de los míos, se sentó sobre él sin que yo pudiera ver cómo empapaba sus nalgas ardientes en la leche fresca. Me quedé delante de ella, inmóvil; la sangre subía a mi cabeza y mientras ella fijaba la vista en mi verga que, erecta, distendía mis pantalones, yo temblaba.
Me acosté a sus pies sin que ella se moviese y por primera vez vi su carne “rosa y negra” que se refrescaba en la leche blanca. Permanecimos largo tiempo sin movernos, tan conmovidos el uno como el otro.
De repente se levantó y vi escurrir la leche a lo largo de sus piernas, sobre las medias. Se enjugó con un pañuelo, pausadamente, dejando alzado el pie, apoyado en el banco, por encima de mi cabeza y yo me froté vigorosamente la verga sobre la ropa, agitándome amorosamente por el suelo. El orgasmo nos llegó casi en el mismo instante sin que nos hubiésemos tocado; pero cuando su madre regresó, aproveché, mientras yo permanecía sentado y ella se echaba tiernamente en sus brazos, para levantarle por atrás el delantal sin que nadie lo notase y poner mi mano en su culo, entre sus dos ardientes muslos.
Regresé corriendo a mi casa, ávido de masturbarme de nuevo; y al día siguiente por la noche estaba tan ojeroso que Simona, después de haberme contemplado largo rato, escondió la cabeza en mi espalda y me dijo seriamente “no quiero que te masturbes sin mí”.
Así empezaron entre la jovencita y yo relaciones tan cercanas y tan obligatorias que nos era casi imposible pasar una semana sin vernos. Y sin embargo, apenas hablábamos de ello. Comprendo que ella experimente los mismos sentimientos que yo cuando nos vemos, pero me es difícil describirlos. Recuerdo un día cuando viajábamos a toda velocidad en auto y atropellamos a una ciclista que debió haber sido muy joven y muy bella: su cuello había quedado casi decapitado entre las ruedas. Nos detuvimos mucho tiempo, algunos metros más adelante, para contemplar a la muerta. La impresión de horror y de desesperación que nos provocaba ese montón de carne ensangrentada, alternativamente bella o nauseabunda, equivale en parte a la impresión que resentíamos al mirarnos. Simona es grande y hermosa. Habitualmente es muy sencilla: no tiene nada de angustiado ni en la mirada ni en la voz. Sin embargo, en lo sexual se muestra tan bruscamente ávida de todo lo que violenta el orden que basta el más imperceptible llamado de los sentidos para que de un golpe su rostro adquiera un carácter que sugiere directamente todo aquello que está ligado a la sexualidad profunda, por ejemplo: la sangre, el terror súbito, el crimen, el ahogo, todo lo que destruye indefinidamente la beatitud y la honestidad humanas. Vi por primera vez esa contracción muda y absoluta (que yo compartía) el día en que se sentó sobre el plato de leche. Es cierto que apenas nos mirábamos fijamente, excepto en momentos parecidos. Pero no estamos satisfechos y sólo jugamos durante los cortos momentos de distensión que siguen al orgasmo.
Debo advertir que nos mantuvimos largo tiempo sin acoplarnos. Aprovechábamos todas las circunstancias para librarnos a actos poco comunes. No sólo carecíamos totalmente de pudor, sino que por lo contrario algo impreciso nos obligaba a desafiarlo juntos, tan impúdicamente como nos era posible. Es así que justo después de que ella me pidió que no me masturbase solo (nos habíamos encontrado en lo alto de un acantilado), me bajó el pantalón me hizo extenderme por tierra; luego ella se alzó el vestido, se sentó sobre mi vientre dándome la espalda y empezó a orinar mientras yo le metía un dedo por el culo, que mi semen joven había vuelto untuoso. Luego se acostó, con la cabeza bajo mi verga, entre mis piernas; su culo al aire hizo que su cuerpo cayera sobre mí; yo levanté la cara lo bastante para mantenerla a la altura de su culo: —sus rodillas acabaron apoyándose sobre mis
hombros—. “¿No puedes hacer pipí en el aire para que caiga en mi culo?”, me dijo “—Sí, le respondí, pero como estás colocada, mi orín caerá forzosamente sobre tus ropas y tu cara—.” “¡Qué importa!” me contestó.
Hice lo que me dijo, pero apenas lo había hecho la inundé de nuevo, pero esta vez de hermoso y blanco semen.
El olor de la mar se mezclaba entretanto con el de la ropa mojada, el de nuestros cuerpos desnudos y el del semen. Caía la tarde y permanecimos en esta extraordinaria posición sin movernos, hasta que escu-
chamos unos pasos que rozaban la hierba.
—”No te muevas, te lo suplico”, me pidió Simona. Los pasos se detuvieron pero nos era imposible ver quién se acercaba. Nuestras respiraciones se habían cortado al unísono. Levantado así por los aires, el culo
de Simona representaba en verdad una plegaria todopoderosa, a causa de la extrema perfección de sus dos nalgas, angostas y delicadas, profundamente tajadas; estaba seguro de que el hombre o la mujer desconocidos que la vieran sucumbirían de inmediato a la necesidad de masturbarse sin fin al mirarlas. Los pasos recomenzaron, precipitándose, casi en carrera; luego vi aparecer de repente a una encantadora joven rubia, Marcela, la más pura y conmovedora de nuestras amigas.
Estábamos tan fuertemente arracimados en nuestras horribles actitudes que no pudimos movernos ni siquiera un palmo y nuestra desgraciada amiga cayó sobre la hierba sollozando. Sólo entonces
cambiamos nuestra extravagante posición para echarnos sobre el cuerpo que se nos libraba en abandono. Simona le levantó la falda, le arrancó el calzón y me mostró, embriagada, un nuevo culo, tan bello, tan puro, como el suyo. La besé con rabia al tiempo que la masturbaba: sus piernas se cerraron sobre los riñones de la extraña Marcela que ya no podía disimular los sollozos.
—Marcela —le dije—, te lo suplico, ya no llores. Quiero que me
beses en la boca...
Simona le acariciaba sus hermosos cabellos lisos y la besaba afectuosamente por todas partes.
Mientras tanto, el cielo se había puesto totalmente oscuro y, con la noche, caían gruesas gotas de lluvia que provocaban la calma después del agotamiento de una jornada tórrida y sin aire. El mar empezaba un ruido enorme dominado por el fragor del trueno, y los relámpagos dejaban ver bruscamente, como si fuera pleno día, los dos culos masturbados de las muchachas que se habían quedado mudas. Un frenesí brutal animaba nuestros cuerpos. Dos bocas juveniles se disputaban mi culo, mis testículos y mi verga; pero yo no dejé de apartar piernas de mujer, húmedas de saliva o de semen, como si hubiese querido huir del abrazo de un monstruo, aunque ese monstruo no fuera más que la extraordinaria violencia de mis movimientos. La lluvia caliente caía por fin en torrentes y nos bañaba todo el cuerpo enteramente expuesto a su furia. Grandes truenos nos quebrantaban y aumentaban
cada vez más nuestra cólera, arrancándonos gritos de rabia, redoblada cada vez que el relámpago dejaba ver nuestras partes sexuales. Simona había caído en un charco de lodo y se embarraba el cuerpo con furor: se masturbaba con la tierra y gozaba violentamente, golpeada por el aguacero, con mi cabeza abrazada entre sus piernas sucias de tierra, su rostro enterrado en el charco donde agitaba con brutalidad el culo de Marcela, que la tenía abrazada por detrás, tirando de su muslo para abrírselo con fuerza.
*Dibujo: Hans Bellmer. Para la HISTORIA DEL OJO de Georges Bataille.
domingo, marzo 27
La reina *
El pintor se sentó al lado de su modelo mezclando los colores mientras comentaba cuánto lo excitaban las putas. Su camisa estaba abierta y mostraba un cuello fuerte y liso y un manojo de vello oscuro; se había aflojado el cinturón por comodidad, les faltaba un botón a sus pantalones que llevaba arremangados para sentirse más libre.
Siempre decía:
-Me gusta una puta más que nadie porque siento que ella nunca me agarrará ni me enganchará. Eso me hace sentir libre. No es necesario hacerle el amor. La única mujer que me hizo sentir el mismo placer, fue una mujer que era incapaz de enamorarse, que se entregaba como una puta, que despreciaba a los hombres a quienes se entregaba. Esta mujer había sido puta y era más fría que una estatua. Los pintores la descubrieron y comenzaron a usarla como modelo. Era una modelo magnífica. Era la quintaesencia de una puta. De alguna manera, el vientre frío de las putas, constantemente deseado, produce un efecto fenomenal. Todo el erotismo sale a la superficie. El vivir consatantemente con un pene adentro vuelve fascinante a una mujer. El vientre parece exponerse, como si estuviera presente en todos los aspectos de ella.
De una manera u otra, el cabello de las putas parece oler a sexo. El cabello de esa mujer...era el más sensual que yo hubiera visto. Medusa debió de tener un cabello como ése, con el que sedujo a los hombres que cayeron bajo su hechizo. Estaba lleno de vida, era espeso y tenía un olor acre como si hubiera sido bañado en esperma. A mí siempre me parecía que había sido enrollado alrededor de un pene y empapado con secreciones. Era el tipo de cabello que yo quería para envolver mi propio sexo. Era cálido y tenía el olor de la selva; aceitoso, fuerte. Era el cabello de un animal. Se erizaba al tocarlo. Con sólo pasar mis dedos por él, tenía una erección. Me hubiera contentado con sólo tocarlo.
Pero no era solamente su cabello. Su piel era erótica también. Se acostaba y permitía que la acariciara durante horas, echada como un animal, absolutamente quieta, lánguida...La transparencia de su piel dejaba ver unos hilos azul turquesa cruzando su cuerpo y yo tenía la sensación de estar tocando no solamente el satén sino también las venas vivas, tan vivas cuando acariciaba su piel que podía sentir su movimiento. Me gustaba estar acostado contra sus nalgas y acacriciarlas para sentir las contracciones de los músculos, que traicionaban su sensibilidad.
Su piel era seca como la arena del desierto. Cuando recién nos acostábamos estaba fría pero después se volvía cálida y se enfebrecía. Sus ojos: es imposible describir sus ojos excepto diciendo que eran los ojos de un orgasmo. Lo que sucedía constantemente en sus ojos era algo con tanta fiebre, tan incendiario, tan intenso, que las veces que los miraba sentía que mi pene se alzaba, palpitante. También sentía que había algo palpitante en sus ojos. Sólo con sus ojos podía responder, podía dar esa respuesta absolutamente erótica, como si olas de fiebre estuvieran temblando allí, como remolinos de locura...algo devorador que podía vencer a un hombre, como una antorcha que podía aniquilarlo dándole un placer nunca conocido.
Bijou, ella era la reina de las putas. Sí, Bijou. Hace unos pocos años, todavía se la veía sentada en un pequeño café de Montmartre, como una Fátima oriental, todavía pálida, los ojos todavía ardientes. Era como el reverso de un vientre. Su boca no era una boca pensada para un beso, o para comer, o para hablar, para formar palabras, para saludar a uno; no, era como la boca del sexo mismo de las mujeres, con esa forma, con ese modo de moverse para atraer, para excitar, siempre estaba mojada, colorada y viva como los labios del sexo que se acaricia...Cada movimiento de la boca tenía el poder de despertar la misma emoción, la misma ondulación en el sexo de un hombre, como si se transmitiera por contagio directa e inmediatamente. Al ondularse, como una ola que está a punto de envolverlo y enroscarlo a uno, ordenaba al pene que se moviera, a la sangre que se moviera. Cuando se humedecía, provocaba mi secreción sexual.
De alguna manera, todo el cuerpo de Bijou estaba delineado por el erotismo, por un genio de la exposición de toda la expresión del deseo. Ella era indecente, te lo puedo asegurar. Era como hacerle el amor en público, en un café, en la calle, delante de todo el mundo.
No se guardaba nada para la noche, para la cama. Todo en ella estaba abierto, a la vista. Era de hecho la reina de las putas, tomaba posesión de ese lugar en cada instante de su vida. Incluso cuando comía; cuando jugaba a las cartas no se sentaba impasible como otras mujeres que centran su atención en el juego: en ella privaba la sensualidad.
Uno sentía, por la posición de su cuerpo, el modo en que su culo se disponía contra el asiento, aun entonces preparado para la posesión. Los pechos apenas tocaban la mesa con toda su magnificencia. Si se reía, tenía la risa sensual de una mujer satisfecha, la risa de un cuerpo que disfruta de sí mismo a través de cada poro, de cada célula, acariciados por el mundo entero.
En la calle muchas veces no se enteraba de que yo caminaba detrás de ella y entonces podía ver como todos los chicos la seguían. Los hombres la seguían antes de ver su cara. Era como si dejara detrás un olor animal. Es extraño lo que puede provocar en un hombre el hecho de ver a un verdadero animal sexual delante de él. La naturaleza animal de las mujeres ha sido cuidadosamente escondida: los labios, el culo y las piernas han servido a otros propósitos, como un plumaje colorido, han distraido al hombre de su deseo en lugar de acentuarlo.
Las mujeres que son irremediablemente sensuales, con el vientre escrito en sus caras, aquellas que arrastran el deseo de un hombre hasta hacer volar su pene hacia ellas inmediatamente; las mujeres cuyas ropas no tienen más sentido que volver más prominentes algunas partes del cuerpo; las mujeres que arrojan su sexo hacia nosotros con el cabello, los ojos, la nariz, la boca, el cuerpo entero: esas son las mujeres que amo.
Las otras...cómo haces para encontrar en ellas al animal. Lo diluyeron, lo ocultaron, lo perfumaron, para que huela como otra cosa. ¿Cómo qué? ¿Cómo ángeles?
Déjame contarte lo que me pasó una vez con Bijou. Bijou era infiel por naturaleza. Me pidió que la pintara para la Fiesta de los Artistas. Era un año en que se había acordado que pintores y modelos irían vestidos como al estilo salvaje africano. Así que Bijou me pidió que la pintara artísticamente, para lo cual vino a mi estudio unas horas antes de la fiesta.
Me dispuse a decorarla con diseños africanos inventados por mí. Se paró derecha y desnuda delante de mí; al comienzo, de pie, me dispuse a pintarle los hombros y los pechos, después me agaché para pintarle el vientre y la espalda; luego de rodillas le pinté las partes de más abajo, las piernas...La pintaba amorosamente, con adoración, como si fuera un acto sagrado.
Su espalda era amplia y fuerte, como el lomo de un caballo de circo. Podría haberla montado y ella no se habría vencido por el peso. Podría haberme sentado en su espalda, para deslizarme luego y darle por detrás, como un latigazo. Deseaba hacerlo. Incluso más, tal vez, quería apretarle los pechos hasta sacarles la pintura, acariciarlos limpios para poder besarlos...Pero me contuve y continué transformándola en una salvaje.
Cuando se movía, los diseños brillantes se movían con ella, como un mar aceitoso con las corrientes. Sus pezones estaban duros como botones bajo las pinceladas. Cada curva me provocaba deleite. Me desabroché los pantalones. Dejé mi pene afuera, libre. Ella nunca me miró. Estaba allí parada sin moverse. Mientras pintaba las caderas y el valle que conducía al vello púbico, ella intuyó que no podría terminar el trabajo y dijo: "Arruinarás todo si me tocas. No puedes tocarme. Después de que se seque, serás el primero. Te esperaré en la fiesta. Pero ahora no." Y me sonrió.
Desde luego faltaba pintar el sexo. Bijou iría enteramente desnuda, pero llevaría una hoja de parra. Me fue permitido besarle el sexo sin pintura, cuidadósamente, de lo contrario me tragaría el verde jade o el rojo chino. Y Bijou estaba tan orgullosa de sus tatuajes con diseños africanos. Ahora parecía la reina del desierto. Sus ojos tenían una mirada verde y laqueada. Sacudió sus aros, sonrió, se cubrió con una capa y partió. Yo estaba en un estado tal que me llevó horas prepararme para la fiesta...pintarme solamente un saco marrón.
* En Pajaritos de Anaïs Nin. (Foto Darío Ramos, 1944-1988)
Siempre decía:
-Me gusta una puta más que nadie porque siento que ella nunca me agarrará ni me enganchará. Eso me hace sentir libre. No es necesario hacerle el amor. La única mujer que me hizo sentir el mismo placer, fue una mujer que era incapaz de enamorarse, que se entregaba como una puta, que despreciaba a los hombres a quienes se entregaba. Esta mujer había sido puta y era más fría que una estatua. Los pintores la descubrieron y comenzaron a usarla como modelo. Era una modelo magnífica. Era la quintaesencia de una puta. De alguna manera, el vientre frío de las putas, constantemente deseado, produce un efecto fenomenal. Todo el erotismo sale a la superficie. El vivir consatantemente con un pene adentro vuelve fascinante a una mujer. El vientre parece exponerse, como si estuviera presente en todos los aspectos de ella.
De una manera u otra, el cabello de las putas parece oler a sexo. El cabello de esa mujer...era el más sensual que yo hubiera visto. Medusa debió de tener un cabello como ése, con el que sedujo a los hombres que cayeron bajo su hechizo. Estaba lleno de vida, era espeso y tenía un olor acre como si hubiera sido bañado en esperma. A mí siempre me parecía que había sido enrollado alrededor de un pene y empapado con secreciones. Era el tipo de cabello que yo quería para envolver mi propio sexo. Era cálido y tenía el olor de la selva; aceitoso, fuerte. Era el cabello de un animal. Se erizaba al tocarlo. Con sólo pasar mis dedos por él, tenía una erección. Me hubiera contentado con sólo tocarlo.
Pero no era solamente su cabello. Su piel era erótica también. Se acostaba y permitía que la acariciara durante horas, echada como un animal, absolutamente quieta, lánguida...La transparencia de su piel dejaba ver unos hilos azul turquesa cruzando su cuerpo y yo tenía la sensación de estar tocando no solamente el satén sino también las venas vivas, tan vivas cuando acariciaba su piel que podía sentir su movimiento. Me gustaba estar acostado contra sus nalgas y acacriciarlas para sentir las contracciones de los músculos, que traicionaban su sensibilidad.
Su piel era seca como la arena del desierto. Cuando recién nos acostábamos estaba fría pero después se volvía cálida y se enfebrecía. Sus ojos: es imposible describir sus ojos excepto diciendo que eran los ojos de un orgasmo. Lo que sucedía constantemente en sus ojos era algo con tanta fiebre, tan incendiario, tan intenso, que las veces que los miraba sentía que mi pene se alzaba, palpitante. También sentía que había algo palpitante en sus ojos. Sólo con sus ojos podía responder, podía dar esa respuesta absolutamente erótica, como si olas de fiebre estuvieran temblando allí, como remolinos de locura...algo devorador que podía vencer a un hombre, como una antorcha que podía aniquilarlo dándole un placer nunca conocido.
Bijou, ella era la reina de las putas. Sí, Bijou. Hace unos pocos años, todavía se la veía sentada en un pequeño café de Montmartre, como una Fátima oriental, todavía pálida, los ojos todavía ardientes. Era como el reverso de un vientre. Su boca no era una boca pensada para un beso, o para comer, o para hablar, para formar palabras, para saludar a uno; no, era como la boca del sexo mismo de las mujeres, con esa forma, con ese modo de moverse para atraer, para excitar, siempre estaba mojada, colorada y viva como los labios del sexo que se acaricia...Cada movimiento de la boca tenía el poder de despertar la misma emoción, la misma ondulación en el sexo de un hombre, como si se transmitiera por contagio directa e inmediatamente. Al ondularse, como una ola que está a punto de envolverlo y enroscarlo a uno, ordenaba al pene que se moviera, a la sangre que se moviera. Cuando se humedecía, provocaba mi secreción sexual.
De alguna manera, todo el cuerpo de Bijou estaba delineado por el erotismo, por un genio de la exposición de toda la expresión del deseo. Ella era indecente, te lo puedo asegurar. Era como hacerle el amor en público, en un café, en la calle, delante de todo el mundo.
No se guardaba nada para la noche, para la cama. Todo en ella estaba abierto, a la vista. Era de hecho la reina de las putas, tomaba posesión de ese lugar en cada instante de su vida. Incluso cuando comía; cuando jugaba a las cartas no se sentaba impasible como otras mujeres que centran su atención en el juego: en ella privaba la sensualidad.
Uno sentía, por la posición de su cuerpo, el modo en que su culo se disponía contra el asiento, aun entonces preparado para la posesión. Los pechos apenas tocaban la mesa con toda su magnificencia. Si se reía, tenía la risa sensual de una mujer satisfecha, la risa de un cuerpo que disfruta de sí mismo a través de cada poro, de cada célula, acariciados por el mundo entero.
En la calle muchas veces no se enteraba de que yo caminaba detrás de ella y entonces podía ver como todos los chicos la seguían. Los hombres la seguían antes de ver su cara. Era como si dejara detrás un olor animal. Es extraño lo que puede provocar en un hombre el hecho de ver a un verdadero animal sexual delante de él. La naturaleza animal de las mujeres ha sido cuidadosamente escondida: los labios, el culo y las piernas han servido a otros propósitos, como un plumaje colorido, han distraido al hombre de su deseo en lugar de acentuarlo.
Las mujeres que son irremediablemente sensuales, con el vientre escrito en sus caras, aquellas que arrastran el deseo de un hombre hasta hacer volar su pene hacia ellas inmediatamente; las mujeres cuyas ropas no tienen más sentido que volver más prominentes algunas partes del cuerpo; las mujeres que arrojan su sexo hacia nosotros con el cabello, los ojos, la nariz, la boca, el cuerpo entero: esas son las mujeres que amo.
Las otras...cómo haces para encontrar en ellas al animal. Lo diluyeron, lo ocultaron, lo perfumaron, para que huela como otra cosa. ¿Cómo qué? ¿Cómo ángeles?
Déjame contarte lo que me pasó una vez con Bijou. Bijou era infiel por naturaleza. Me pidió que la pintara para la Fiesta de los Artistas. Era un año en que se había acordado que pintores y modelos irían vestidos como al estilo salvaje africano. Así que Bijou me pidió que la pintara artísticamente, para lo cual vino a mi estudio unas horas antes de la fiesta.
Me dispuse a decorarla con diseños africanos inventados por mí. Se paró derecha y desnuda delante de mí; al comienzo, de pie, me dispuse a pintarle los hombros y los pechos, después me agaché para pintarle el vientre y la espalda; luego de rodillas le pinté las partes de más abajo, las piernas...La pintaba amorosamente, con adoración, como si fuera un acto sagrado.
Su espalda era amplia y fuerte, como el lomo de un caballo de circo. Podría haberla montado y ella no se habría vencido por el peso. Podría haberme sentado en su espalda, para deslizarme luego y darle por detrás, como un latigazo. Deseaba hacerlo. Incluso más, tal vez, quería apretarle los pechos hasta sacarles la pintura, acariciarlos limpios para poder besarlos...Pero me contuve y continué transformándola en una salvaje.
Cuando se movía, los diseños brillantes se movían con ella, como un mar aceitoso con las corrientes. Sus pezones estaban duros como botones bajo las pinceladas. Cada curva me provocaba deleite. Me desabroché los pantalones. Dejé mi pene afuera, libre. Ella nunca me miró. Estaba allí parada sin moverse. Mientras pintaba las caderas y el valle que conducía al vello púbico, ella intuyó que no podría terminar el trabajo y dijo: "Arruinarás todo si me tocas. No puedes tocarme. Después de que se seque, serás el primero. Te esperaré en la fiesta. Pero ahora no." Y me sonrió.
Desde luego faltaba pintar el sexo. Bijou iría enteramente desnuda, pero llevaría una hoja de parra. Me fue permitido besarle el sexo sin pintura, cuidadósamente, de lo contrario me tragaría el verde jade o el rojo chino. Y Bijou estaba tan orgullosa de sus tatuajes con diseños africanos. Ahora parecía la reina del desierto. Sus ojos tenían una mirada verde y laqueada. Sacudió sus aros, sonrió, se cubrió con una capa y partió. Yo estaba en un estado tal que me llevó horas prepararme para la fiesta...pintarme solamente un saco marrón.
Te dije que Bijou era una mujer infiel. Nunca dejó que la pintura se secara. Cuando llegué pude ver que más de uno había corrido el riesgo de mancharse con los diseños de Bijou. Los tatuajes estaban completamente borroneados. La fiesta estaba en lo mejor. Los palcos estaban llenos de parejas cogiendo. Era un orgasmo colectivo. Y Bijou no me había esperado. Mientras caminaba por allí, dejaba un tenue rastro de semen que me permitiría seguirla a cualquier parte.
* En Pajaritos de Anaïs Nin. (Foto Darío Ramos, 1944-1988)
sábado, marzo 26
Justine del Marques de Sade (fragmento)
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He aquí los caprichos del destino: dos niñas nacidas de los mismos padres, educadas bajo el mismo techo, mimadas por los mismos abuelos, tíos y demás familia y, sin embargo, tan distintas entre sí como el día y la noche. Juliette, la mayor, aún no ha cumplido los quince años, pero su mente se corresponde a la de una mujer madura, su figura es hermosa y sus ojos oscuros sembrados de inquietud.., si bien de inquietud no exenta de misterio. Justine, la más joven, cuenta doce años y es una niña melancólica. Su belleza no difiere de la de su hermana, pero posee rasgos más dulces y delicados. Justine es seria y humilde, mientras que Juliette es alegre y altiva. Recelosa una, frívola la otra.... Durante su niñez, Justine había conocido la pasión del sexo, aunque tan sólo en forma de caricias y pequeñas sensaciones, debida a la modista de su madre.... La costurera era una mujer de pequeña estatura y fuerte complexión, de talante malhumorado. Al ver a la hermosa Justine en la puerta, su rostro se iluminaba, encendiéndosele el apetito cuando abrazó a la muchacha. La abrazó cuanto pudo y dejó caer su mano justo cuando daba inicio la curva de sus redondeadas nalgas... |
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