lunes, marzo 28

Historia del ojo. Georges Bataille. 1928.*


PRIMERA PARTE

I-EL OJO DEL GATO

Crecí  muy  solo  y  desde  que  tengo  memoria  sentí  angustia  frente  a todo lo sexual. Tenía cerca de 16 años cuando en la playa de X encontré a  una  joven  de  mi  edad,  Simona.  Nuestras  relaciones  se  precipitaron porque  nuestras  familias  guardaban  un  parentesco  lejano.  Tres  días después de habernos conocido, Simona y yo nos encontramos solos en su  quinta.  Vestía  un  delantal  negro  con  cuello  blanco  almidonado.
Comencé  a  advertir  que  compartía  conmigo  la  ansiedad  que  me producía  verla,  ansiedad  mucho  mayor  ese  día  porque  intuía  que  se encontraba completamente desnuda bajo su delantal. Llevaba medias de seda negra que le subían por encima de las rodillas; pero aún no había podido verle el culo (este nombre que Simona y yo empleamos siempre, es para mí el más hermoso de los nombres del sexo).  Tenía  la  impresión  de  que  si  apartaba  ligeramente  su  delantal por atrás, vería sus partes impúdicas sin ningún reparo.

En  el  rincón  de  un  corredor  había  un  plato  con  leche  para  el  gato: “Los platos están hechos para sentarse”, me dijo Simona. “¿Apuestas a que me siento en el plato?” —”Apuesto a que no te atreves”, le respondí, casi sin aliento.  Hacia  muchísimo  calor.  Simona  colocó  el  plato  sobre  un  pequeño banco, se instaló delante de mí y, sin separar sus ojos de los míos, se sentó  sobre  él  sin  que  yo  pudiera  ver  cómo  empapaba  sus  nalgas ardientes  en  la  leche  fresca.  Me  quedé  delante  de  ella,  inmóvil;  la sangre subía a mi cabeza y mientras ella fijaba la vista en mi verga que, erecta, distendía mis pantalones, yo temblaba.
Me acosté a sus pies sin que ella se moviese y por primera vez vi su carne “rosa y negra” que se refrescaba en la leche blanca. Permanecimos largo tiempo sin movernos, tan conmovidos el uno como el otro.
De  repente  se  levantó  y  vi  escurrir  la  leche  a  lo  largo  de  sus  piernas, sobre  las  medias.  Se  enjugó  con  un  pañuelo,  pausadamente,  dejando alzado el pie, apoyado en el banco, por encima de mi cabeza y yo me froté vigorosamente la verga sobre la ropa, agitándome amorosamente por el suelo. El orgasmo nos llegó casi en el mismo instante sin que nos hubiésemos  tocado;  pero  cuando  su  madre  regresó,  aproveché,  mientras yo permanecía sentado y ella se echaba tiernamente en sus brazos, para levantarle por atrás el delantal sin que nadie lo notase y poner mi mano en su culo, entre sus dos ardientes muslos.

Regresé  corriendo  a  mi  casa,  ávido  de  masturbarme  de  nuevo;  y  al día siguiente por la noche estaba tan ojeroso que Simona, después de haberme  contemplado  largo  rato,  escondió  la  cabeza  en  mi  espalda  y me dijo seriamente “no quiero que te masturbes sin mí”.

Así empezaron entre la jovencita y yo relaciones tan cercanas y tan obligatorias que nos era casi imposible pasar una semana sin vernos. Y sin embargo, apenas hablábamos de ello.  Comprendo que ella experimente los mismos sentimientos que yo cuando nos vemos, pero me es difícil describirlos. Recuerdo un día cuando viajábamos a toda velocidad  en  auto  y  atropellamos  a  una  ciclista  que  debió  haber  sido  muy joven  y  muy  bella:  su  cuello  había  quedado  casi  decapitado  entre  las ruedas.  Nos  detuvimos  mucho  tiempo,  algunos  metros  más  adelante, para contemplar a la muerta. La impresión de horror y de desesperación que nos provocaba ese montón de carne ensangrentada, alternativamente  bella  o  nauseabunda,  equivale  en  parte  a  la  impresión  que resentíamos al mirarnos. Simona es grande y hermosa. Habitualmente es muy sencilla: no tiene nada de angustiado ni en la mirada ni en la voz.  Sin  embargo,  en  lo  sexual  se  muestra  tan  bruscamente  ávida  de todo lo que violenta el orden que basta el más imperceptible llamado de los sentidos para que de un golpe su rostro adquiera un carácter que sugiere  directamente  todo  aquello  que  está  ligado  a  la  sexualidad profunda,  por  ejemplo:  la  sangre,  el  terror  súbito,  el  crimen, el ahogo, todo lo que destruye indefinidamente la beatitud y la honestidad  humanas.  Vi  por  primera  vez  esa  contracción  muda  y  absoluta (que  yo  compartía)  el  día  en  que  se  sentó  sobre  el  plato  de  leche.  Es cierto  que  apenas  nos  mirábamos  fijamente,  excepto  en  momentos parecidos.  Pero  no  estamos  satisfechos  y  sólo  jugamos  durante  los cortos momentos de distensión que siguen al orgasmo.

Debo  advertir  que  nos  mantuvimos  largo  tiempo  sin  acoplarnos. Aprovechábamos  todas  las  circunstancias  para  librarnos  a  actos  poco comunes.  No  sólo  carecíamos  totalmente  de  pudor,  sino  que  por  lo contrario algo impreciso nos obligaba a desafiarlo juntos, tan impúdicamente como nos era posible. Es así que justo después de que ella me pidió que no me masturbase solo (nos habíamos encontrado en lo alto de un acantilado), me bajó el pantalón me hizo extenderme por tierra; luego  ella  se  alzó  el  vestido,  se  sentó  sobre  mi  vientre  dándome  la espalda  y  empezó  a  orinar  mientras  yo  le  metía  un  dedo  por  el  culo, que  mi  semen  joven  había  vuelto  untuoso.  Luego  se  acostó,  con  la cabeza  bajo  mi  verga,  entre  mis  piernas;  su  culo  al  aire  hizo  que  su cuerpo cayera sobre mí; yo levanté la cara lo bastante para mantenerla a  la  altura  de  su  culo:  —sus  rodillas  acabaron  apoyándose  sobre  mis
hombros—.  “¿No  puedes  hacer  pipí  en  el  aire  para  que  caiga  en  mi culo?”,  me  dijo  “—Sí,  le  respondí,  pero  como  estás  colocada,  mi  orín caerá  forzosamente  sobre  tus  ropas  y  tu  cara—.”  “¡Qué  importa!”  me contestó.

Hice lo que me dijo, pero apenas lo había hecho la inundé de nuevo, pero esta vez de hermoso y blanco semen.

El olor de la mar se mezclaba entretanto con el de la ropa mojada, el de nuestros cuerpos desnudos y el del semen. Caía la tarde y permanecimos  en  esta  extraordinaria  posición  sin  movernos,  hasta  que  escu-
chamos unos pasos que rozaban la hierba.

—”No te muevas, te lo suplico”, me pidió Simona. Los pasos se detuvieron pero nos era imposible ver quién se acercaba. Nuestras respiraciones se habían cortado al unísono. Levantado así por los aires, el culo
de Simona representaba en verdad una plegaria todopoderosa, a causa de  la  extrema  perfección  de  sus  dos  nalgas,  angostas  y  delicadas, profundamente  tajadas;  estaba  seguro  de  que  el  hombre  o  la  mujer desconocidos que la vieran sucumbirían de inmediato a la necesidad de masturbarse  sin  fin  al  mirarlas.  Los  pasos  recomenzaron,  precipitándose, casi en carrera; luego vi aparecer de repente a una encantadora joven rubia, Marcela, la más pura y conmovedora de nuestras amigas.

Estábamos  tan  fuertemente  arracimados  en  nuestras  horribles  actitudes  que  no  pudimos  movernos  ni  siquiera  un  palmo  y  nuestra desgraciada  amiga  cayó  sobre  la  hierba  sollozando.  Sólo  entonces
cambiamos  nuestra  extravagante  posición  para  echarnos  sobre  el cuerpo que se nos libraba en abandono. Simona le levantó la falda, le arrancó el calzón y me mostró, embriagada, un nuevo culo, tan bello, tan  puro,  como  el  suyo.  La  besé  con  rabia  al  tiempo  que  la  masturbaba: sus piernas se cerraron sobre los riñones de la extraña Marcela que ya no podía disimular los sollozos.

—Marcela  —le  dije—,  te  lo  suplico,  ya  no  llores.  Quiero  que  me
beses en la boca...

Simona le acariciaba sus hermosos cabellos lisos y la besaba afectuosamente por todas partes.

Mientras  tanto,  el  cielo  se  había  puesto  totalmente  oscuro  y,  con  la noche, caían gruesas gotas de lluvia que provocaban la calma después del agotamiento de una jornada tórrida y sin aire. El mar empezaba un ruido  enorme  dominado  por  el  fragor  del  trueno,  y  los  relámpagos dejaban  ver  bruscamente,  como  si  fuera  pleno  día,  los  dos  culos masturbados  de  las  muchachas  que  se  habían  quedado  mudas.  Un frenesí  brutal  animaba  nuestros  cuerpos.  Dos  bocas  juveniles  se disputaban  mi  culo,  mis  testículos  y  mi  verga;  pero  yo  no  dejé  de apartar  piernas  de  mujer,  húmedas  de  saliva  o  de  semen,  como  si hubiese querido huir del abrazo de un monstruo, aunque ese monstruo no  fuera  más  que  la  extraordinaria  violencia  de  mis  movimientos.  La lluvia  caliente  caía  por  fin  en  torrentes  y  nos  bañaba  todo  el  cuerpo enteramente expuesto a su furia. Grandes truenos nos quebrantaban y aumentaban
cada  vez  más  nuestra  cólera,  arrancándonos  gritos  de rabia, redoblada cada vez que el relámpago dejaba ver nuestras partes sexuales. Simona había caído en un charco de lodo y se embarraba el cuerpo  con  furor:  se  masturbaba  con  la  tierra  y  gozaba  violentamente, golpeada  por  el  aguacero,  con  mi  cabeza  abrazada  entre  sus piernas sucias de tierra, su rostro enterrado en el charco donde agitaba con  brutalidad  el  culo  de  Marcela,  que  la  tenía  abrazada  por  detrás, tirando de su muslo para abrírselo con fuerza.

*Dibujo: Hans Bellmer. Para la HISTORIA DEL OJO de Georges Bataille.

No hay comentarios:

Publicar un comentario