domingo, abril 29

Del gato verde o de cómo la incertidumbre deja de serlo. Ana Paulina Gutiérrez.


Cada tres semanas Catalina se levantaba de la cama con la misma sensación. ¿Será hoy el día en que aparezca el gato verde en la ventana? De inmediato se respondía con un “Seguro que no.” El resto del día transcurría en una espera continua de los maullidos y los pasos silenciosos. Al menor indicio de su presencia sus sentidos se agudizaban como para no perder detalle de la llegada. Pero no aparecía. Sólo era una alucinación más. La espera solía ir acompañada de infinidad de conjeturas, que más bien funcionaban como teorías  científicas incuestionables, que a veces disculpaban la ausencia del gato como si no pasara nada “Ha de estar dormido bajo un rayito de sol, ya vendrá”, “Seguro se fue por las azoteas y perdió la noción del tiempo, ya vendrá”, otras lacerantes y crueles: “Lo que pasa es que encontró mejor alimento en alguna otra casa”, o la más recurrente, “Seguro se encontró una gata en celo en un tejado lejano y no lo deja volver” o la más fatalista “Hice algo mal y por eso no quiere regresar.”

Una mañana despertó y sin más ni más descubrió al gato acicalándose en los pies de su cama. Lo había hecho de nuevo. Después de semanas de ausencia, llegó con su pelazo y su encanto a tomar posesión del mundo de Catalina. Ella le sonrió y entonces él, después de estirarse y bostezar, se acercó para echarse en el pecho tibio de Catalina. Le exigió caricias y besos. Si ella intentaba moverse, el gato refunfuñaba y le clavaba las garras en el pecho. Llegó el momento en que ella no pudo más, tenía que ir al baño. Se movió con mucha cautela, tratando de abarcar todo el cuerpo del felino para trasladarlo a la almohada, en lo que volvía del baño. Pero él no lo toleró, salió de la cama de un brinco y tras una breve pausa para comer y beber, volvió a irse por esa ventana que mantenía la atención diaria de Catalina.

Ella no entendía porque no se quedaba, “¡si aquí lo tiene todo! ¡Pinche gato! Ya regresará y juro que encontrará la ventana cerrada.” Pasaron meses sin que el gato apareciera, y la incertidumbre persistía en los sueños de Catalina. Un signo de interrogación enorme, con pies de cabra y sombrero de palma la perseguía por las calles, la seguía a todos lados a los que iba. La veía fijamente, se burlaba de ella, le metía el pie cuando caminaba, se robaba su comida, le quitaba el sueño, y mantenía su atención por completo. Uno días el signo estaba más gordo, otros días apenas y se veía con algún rayo de luz, pero siempre estaba ahí, como una sombra, como un demonio.

Después de mucho pensarlo Catalina decidió cerrar la ventana. Se tardó todo un día sellando el espacio por donde el gato entraba a su vida. Terminó rendida, triste, pero satisfecha con su obra y se fue a dormir. Al llegar a su cama, el gato estaba ahí. “¡Por donde entraste!” Catalina quería matarlo, la incertidumbre se había vuelto ira. Pero el gato cerró los ojos pausadamente y rodó sobre el costado para que aquella mujer, desesperada y loca por él, le rascara la panza durante horas. Ella no pudo resistirse. Se acercó al gato y lo llenó de mimos. Pensó que las cosas pasan por algo y que seguramente ahora que la ventana estaba cerrada, blindada, el felino no se iría y serían muy felices juntos.

A la mañana siguiente el gato se había ido. Catalina se despertó por primera vez con la incertidumbre hecha certeza. Si. No era que la incertidumbre hubiera desaparecido, sino que se había transformado en su opuesto. Una certeza que había temido todos estos meses, cada segundo. El gato verde no volvería. Era feliz sin ella, no quería quedarse y ella tampoco quería que se quedara. Comprendió que no necesitaba decir más, oír más, pensar más. Lo que la había mantenido esperanzada y alerta era la maldita incertidumbre, esa que por fin había dejado de serlo.

Cerró los ojos y se durmió sólo un ratito más antes de abrir la ventana de nuevo y para siempre.