martes, junio 24

Los pájaros. Ana Paulina Gutiérrez (con video de La Despedida)



Mis pájaros. Rocío Pinín


Rosa escuchó un susurro debajo de su cama.
–Tienes un día de vida.–
Alguien le hablaba. Se agachó con brusquedad y sintió como se agolpaba la sangre en su cabeza mientras los ojos hinchados recorrían el espacio oscuro en busca de la voz. No había nadie. Se quedó en silencio unos segundos y después hizo un reclamo al aire:
–¡Un día! ¡Y me lo dicen así, de repente! En un día uno no puede planear nada. ¿No puede ser un poco más?–
La voz que habitaba en algún lugar debajo de la cama le respondió tras un breve silencio:
–Bueno, está bien tienes 26 horas, no nos gusta ser tan estrictos con el tiempo. Ahora son las 4:35 horas. Mañana a las 6:35 te irás conmigo, antes de que canten los pájaros. Así que piensa muy bien lo que vas a hacer en estas horas. Aunque claro, no lo pienses tanto porque se te acaba el tiempo.–
–¡Mierda! ¿No me lo podían decir antes?–
–No.­­–
Rosa se sentó en la cama y respiró profundamente. Sin esperanzas. Con mucho miedo. Estaba frente al momento más importante de su vida: planear sus últimas horas en este mundo, que dicho sea de paso, últimamente no le gustaba nada. Tenía que programarse, sino el tiempo se le escaparía en trayectos tontos y malas decisiones.
–Esta ciudad no es para una casi muerta.–
El otro día se hizo tres horas de camino para llegar al cementerio a llevar flores a los abuelos. Y pensar que en unas horas ella estaría en la tumba de al lado. Nadie le llevaría flores. Los muertos de su familia eso eran, muertos. Sólo ella recordaba a los abuelos y les llevaba flores dos veces al año. Y les hacía la ofrenda del día de muertos con papel picado y cempasúchil. Ella no tendría eso. No tendría velas, ni calaveras de azúcar, ni pan de muerto. Ni un camino de pétalos anaranjados.
No creía en la vida después de la muerte, ni en la reencarnación, ni en los espíritus, pero le gustaba colorear las fotos de sus abuelos una vez al año. De morado y naranja. Le gustaba que por unos días su casa oliera a flores y copal y que las abejas se posaran en el plato con dulce de calabaza, ese que preparaba con la receta de su abuela, a la que nunca le gustó, pero que cocinaba gustosa para todos. Para esos que no le visitaban más en la tumba.
A Rosa nadie le pondría una ofrenda. No tenía caso pensar en los colores y los olores de su ausencia. Su cuerpo frío y rígido descansaría dentro de un ataúd gris y brilloso. En medio de un salón sin olor, rodeada de rezos impersonales. Como si se hubiera muerto cualquiera. No tendría flores rojas sobre la tapa. Nadie las pondría ahí. Nadie le hablaría ya muerta mientras le miraba a los ojos cerrados.
Lloró un poco. Pensó que su muerte sería triste y el olvido aún más. Se limpió las lágrimas con las mangas de la pijama, esa que no volvería a usar. Se habían convertido en un torrente. De pronto la idea  de que su madre tomaría la pijama entre sus manos y la abrazaría como si fuera la hija muerta le hizo gracia. Toda llena de lágrimas secas y mocos. Su madre, esa mujer que toda la vida le había dicho que no llorara, que no servía de nada llorar, que las cosas no se arreglaban con lágrimas. Suspiró. Se quedó en silencio, sintiendo en el rostro húmedo el viento fresco que entraba por la ventana rota.
Lo único que le hacía sentido ahora, después del ataque de pánico y tristeza, era aprovechar su último día de vida sintiendo placer. Se levantó de la cama y se preparó un café cargado. Era el primero en muchos meses. El médico se lo había prohibido debido al insomnio crónico que padecía desde que Ramón se fue con su secretaria, diez años más vieja que ella. Se llevaron una maleta con cosas de Rosa. Su colección de películas de Woody Allen, la blusa rosa de tirantes y el bikini blanco y negro que Ramón le había comprado en las ofertas de Victoria Secret. Lo había elegido especialmente para las noches calurosas en que hacían el amor en la piscina. En aquélla casa que compraron al lado del mar, en el pueblo de Calderitas.
–Así te quiero recordar siempre, en blanco y negro, con tu sonrisa de luna llena.–
Meses después de que se fue con Blanca, la señora-secretaria-alumna-amante, aparecieron unas fotos de ella con el bikini puesto. Sentada frente al mar. La espalda se parecía tanto a la de Rosa que por un momento dudó si era ella la mujer de la imagen. Pero no era así, ella nunca había estado en esa playa exótica. Ramón tenía gustos extraños, fetiches tan disfrazados que la verdad era que Rosa nunca le había entendido. No supo seguirle el juego. Tal vez por eso se fue con la señora. Antes de irse le dijo que la amaba, inmensamente. Y le escribía una vez por mes diciendo cuánto la extrañaba y la soñaba, y lo difícil que era olvidarla. Le contó que se le aparecía en la cocina todas las mañanas cuando servía el café. De ahí el insomnio de Rosa. Lo que le consoló aquélla vez, después de la rabieta propia de ver a otra mujer usando su ropa impunemente, fue pensar que Ramón la inmortalizó en la amante para tenerla siempre hecha foto. Se lo dijo la última vez que hablaron.
–Eres demasiado para mí. Sólo puedo tenerte en foto.–
Bebió el café con pequeños sorbos. Dejando ir a Ramón en cada uno de ellos.
Se metió en la regadera y se quedó por un largo rato bajo el chorro de agua caliente, sentía como se aflojaban sus músculos y como sus poros se abrían recibiendo el aire frío que contrastaba con el calor de su piel. Ramón, Ramón, Ramón. Las letras de su nombre se iban en espirales húmedas por la coladera de la ducha, junto con sus ojos color aceituna. Salió del agua entre suspiros y se dio cuenta que había demorado una hora en el baño.
–A este ritmo me va a ganar la muerte.–
No contaría más el tiempo. Sólo disfrutaría las sensaciones y en el momento en que terminara el plazo simplemente dejaría de existir. Escuchó los pájaros cantar. Era increíble que en esta ciudad todavía tuvieran ánimos de hacerlo. Comenzó a salir el sol mientras Rosa se vestía. Un vestido de algodón y la mascada roja que le regaló su padre en su último cumpleaños. El último.

Parangelas. Rocío Pinín

Salió a la calle que permanecía silenciosa todavía. No serían más de cinco minutos de silencio. Suficiente para llegar a su parque favorito. Si algo valía la pena antes de morir era recorrerlo a esa hora de la mañana. Recordó que desde niña le gustaba girar en círculos, sobre su propio eje. Hace mucho que no lo hacía, por el miedo al ridículo. Comenzó a hacerlo suavemente. Veía pasar los alebrijes, a las jirafas de lana, los ojos intrigados de la gente.
–Una no-niña camina en círculos en el parque. Debe estar loca.–
No quería detenerse, era como estar en un barco. Cerró los ojos y siguió girando. De fondo, escuchaba el graznido de los patos, y percibía en oleadas el olor fétido del lago verdoso. Comenzó a cantar bajito aquélla cancioncita que aprendió en su infancia: “Patito, patito color de café. La pata voló y el pato también, y allá en la laguna se vieron después.” Abrió los ojos y se topo con la cabeza de uno de los patos que mirándola fijamente le dijo muy serio:
–Te quedan veintidós horas de vida.–
Asustada siguió su caminata en círculos y al salir del parque sintió unas ganas enormes de comer hasta saciarse. Fue a la pastelería y se compró un merengue de dos pisos. Le escurría la crema por la cara, se chupaba los dedos uno tras otro mientras hacía gemiditos de niña. “Cómo le gustaba a Ramón.” Toda una perversión. Cuando terminó de comer, le regaló una sonrisa al hombre del mostrador y le dio un beso en la mejilla, llenándole la cara de restos de merengue. Salió corriendo de la pastelería y se subió a un taxi. En medio del tráfico, a casi cuarenta grados centígrados, se limpiaba el sudor de la frente y repetía con insistencia la estrofa de una canción que recordaba por partes: “Hoy me despido de tu ausencia. Ya estoy en paz. Ya estoy curado, anestesiado, ya me he olvidado de ti.”
–¡Es aquí! Le gritó al chofer y bajó casi al mismo tiempo que le aventaba el dinero desesperada. Y es que por fin se había decidido, buscaría a Miguel, ese chico que tanto le gustaba y que por alguna extraña razón había dejado de mirarla de un día para otro. Le diría todo lo que no le había dicho las veces que se habían encontrado en los pasillos de la universidad. “¿Sabes que tengo unas ganas enormes de que me cojas?” No, eso era demasiado ambiguo. No era su estilo. “¡Quiero que me cojas hasta que nos desmayemos juntos de placer!” No, eso tampoco, era entre cursi y desfachatado. “¡Cógeme!”
Miguel abrió la puerta del departamento y se encontró con Rosa haciendo ademanes. A ella no le quedó tiempo de pensar más lo que le diría, así que lo abrazó y le dio un beso en los labios, sin decir nada. Miguel la tomó de los brazos después de dejar la bolsa de la basura en el piso y le preguntó mirándola a los ojos:
–¿Te dije que no me gustan las mujeres?–
–Pero es que me voy a morir, me avisaron hoy en la madrugada.–
Miguel se le quedó mirando en silencio y después dijo:
–Lo siento mucho.–
Y cerró la puerta.
Rosa lanzó un largo suspiro. Se quedó unos minutos afuera del departamento.
­–No tiene caso insistir, si no le gustan las mujeres, no le gustan y ya.–
Mientras se fumaba un cigarrillo se abrió de nuevo la puerta del departamento. Salió una chica de cabello largo, negro que se despidió de Miguel con un beso largo, justo como el que ella deseaba. Rosa se deslizó hacia un rincón sin que la vieran. Ahora lo había entendido.
–Me gustan las mujeres. Todas. Menos tú.–
Sintió ganas de llorar.
“Ya están domados mis sentimientos. Mejor así”.
Bajó las escaleras aprisa, huyendo de los pasos que, según ella, la perseguían. Salió del edificio y siguió caminando por la banqueta de la avenida, en un intento constante de disimular su dolor y su vergüenza. Siempre le sucedían estas cosas cuando se atrevía a ir más allá de sus límites. Tenía ganas de recostarse en el pasto y sentir el viento en la cara. Olvidarse de la muerte, del desaire, de la traición. Se subió al colectivo donde no había espacio para nadie más. Tuvo que viajar colgada del tubo de la puerta. Cada vez que paraba tenía que bajarse para que la gente pasara. Le dolían las manos de sostener todo el peso de su cuerpo con todas sus fuerzas. No quería morir todavía, y menos en esas circunstancias.
Cuando al fin llegó al campo de la universidad, se encontró con un evento del sindicato de plomeros. Nada de paz. Los hombres jugaban futbol mientras las mujeres servían la comida. No había espacio para tirarse sobre el pasto, ni siquiera había viento. El sol quemaba la piel y no había ni una sola nube. En medio de su frustración se le acercó un niño y le dijo:
–¿Qué haces ahí sentada? ¡Te quedan diecinueve horas!–
Ella lo miró con cara de cansancio y entonces el niño se rió y se echó a correr. Rosa se quedó unos minutos sentada, con la mirada fija en el horizonte.
–Este día no es más que una réplica de mis días ordinarios. Nada me sale como yo deseo.–
Se paró de la banca con una desesperanza que le coagulaba la sangre. El optimismo con el que empezó el último de sus días, se había ido. Caminó con una mueca de profunda tristeza hacia la avenida donde esperaría el colectivo. Ante la ausencia del placer ya le daba igual lo que pasara. Iría a meterse entre las cobijas, a esperar la voz debajo de la cama para morir. “Te espero siempre, mi amor, cada hora, cada día.”
Se sentó en uno de los rincones del colectivo y se quedó dormida. Soñó con los canarios que vivían en jaulas en casa de la abuela. Los vio de nuevo brincando de un lado a otro y jalando los hilitos de las cobijas que los cubrían del frío. Apareció en sus sueños el tucán de la abuela, ese que mató a todos los canarios en un día. Dobló los barrotes de las jaulas y no dejó ni uno vivo. Rosa tenía la hipótesis de que se cansó del encierro y se volvió loco. Se despertó con esta imagen, justo antes de la parada para su casa. A veces aunque uno pretenda escapar del encierro ya no puede. “Te espero siempre, mi amor. Cada minuto que yo viva.” Bajó del colectivo un poco adormilada y caminó hasta la puerta de su casa. Se encontró con un papel pegado en la puerta:
–Te quedan diecisiete horas.–
Se le escapó una lágrima. Se dio cuenta que por más que lo intentara, no podía hacer su vida más interesante en un solo día, en unas cuantas horas.
– ¡Si tuviera más tiempo tal vez lograría algo! Diecisiete horas no son nada y ante la nada, se vuelven una eternidad.–
Sintió un poco de hambre, ordenó una pizza cualquiera y mientras la esperaba buscó una película en la televisión. Eso haría. Simplemente descansar y no pensar que tenía el tiempo contado. Se acomodó en la cama, dispuso todo para disfrutar de la película cuando escuchó el timbre. Se asomó por la ventana y vio la silueta de un hombre, pero él no la vio por más intentos que hizo Rosa para llamar su atención. Tuvo que bajar las escaleras, que ahora le parecían interminables. Al abrir la puerta se topó con un hombre de ojos grandes, negros, dulces. Con pestañas largas y espesas.  Y con una nariz enorme. Se quedaron viendo por un instante hasta que él comenzó a tocarle el brazo con la punta de los dedos. Se acercó, le besó con suavidad la comisura de los labios y le susurro al oído:

Hermanas. Rocío Pinín

–Me acaban de avisar que me quedan dieciséis horas de vida.–
Rosa sonrió y lo dejó entrar. Se recostaron en la cama, en un profundo silencio. Ambos estaban agotados. Se tomaron de las manos, se miraron a los ojos y sonrieron. Hicieron el amor hasta que sólo les quedaban siete horas de vida. 

Después se quedaron dormidos con las piernas entrelazadas y con las caras llenas de placer.
Rosa despertó antes del canto de los pájaros. La hora estaba cerca. Sintió una angustia profunda en medio de la barriga. Volteó a ver al de los ojos bonitos. Seguía ahí, dormido muy cerca de ella. Ahora no quería irse. No quería morir. Ahora no odiaba más al mundo.
“Hoy me despido de tu ausencia. Ya estoy en paz. Ya no te espero, ya no te llamo, ya no me engaño. Hoy te he borrado de mi paciencia. Hoy fui capaz.”
Se asomó debajo de la cama para buscar a la voz.
–Oiga, está ahí, oigaaa.– Rosa lo decía bajito, con la sangre acumulada en la cabeza. Se quedó escuchando. Tras unos segundos oyó un rechinido y una voz rasposa que decía:
–¿Qué quiere? Estoy durmiendo.–
–Pues quiero ver si nos da un plazo, una prórroga. O mejor, si nos deja quedarnos en el mundo.–
–Pero si ya le había dicho que se tenía que ir conmigo, no puede echarse para atrás.–
–¡Pero si usted ni me preguntó! Además yo ni lo conozco, a ver ¿qué tal si me quiere ver la cara?–
–¡Cómo le voy a ver la cara si estoy debajo de la cama!–
–¿Bueno, me va a dejar quedar o qué?–
–Le digo mañana porque ahorita estoy vestido de pájaro y no puedo hablar.–
Rosa se quedó asomada unos minutos con la cabeza punzando. No veía nada. No escuchaba nada. Manoteó un poco en el espacio oscuro, pero no encontró nada. Subió lentamente la cabeza para no marearse. Escuchó el canto de los pájaros, más fuerte que otros días. Volvió a recostarse junto al chico de los ojos lindos y le dijo suavecito:
–Yo creo que nos dejaron quedarnos, ya cantaron los pájaros y no desaparecimos.–

Cerraron los ojos y durmieron abrazados hasta que los pájaros salieron volando por debajo de la cama.