Mis pájaros. Rocío Pinín |
Rosa
escuchó un susurro debajo de su cama.
–Tienes
un día de vida.–
Alguien
le hablaba. Se agachó con brusquedad y sintió como se agolpaba la sangre en su
cabeza mientras los ojos hinchados recorrían el espacio oscuro en busca de la
voz. No había nadie. Se quedó en silencio unos segundos y después hizo un
reclamo al aire:
–¡Un
día! ¡Y me lo dicen así, de repente! En un día uno no puede planear nada. ¿No
puede ser un poco más?–
La
voz que habitaba en algún lugar debajo de la cama le respondió tras un breve
silencio:
–Bueno,
está bien tienes 26 horas, no nos gusta ser tan estrictos con el tiempo. Ahora
son las 4:35 horas. Mañana a las 6:35 te irás conmigo, antes de que canten
los pájaros. Así que piensa muy bien lo que vas a hacer en estas horas. Aunque claro,
no lo pienses tanto porque se te acaba el tiempo.–
–¡Mierda!
¿No me lo podían decir antes?–
–No.–
Rosa
se sentó en la cama y respiró profundamente. Sin esperanzas. Con mucho miedo. Estaba
frente al momento más importante de su vida: planear sus últimas horas en este
mundo, que dicho sea de paso, últimamente no le gustaba nada. Tenía que
programarse, sino el tiempo se le escaparía en trayectos tontos y malas decisiones.
–Esta
ciudad no es para una casi muerta.–
El
otro día se hizo tres horas de camino para llegar al cementerio a llevar flores
a los abuelos. Y pensar que en unas horas ella estaría en la tumba de al lado.
Nadie le llevaría flores. Los muertos de su familia eso eran, muertos. Sólo
ella recordaba a los abuelos y les llevaba flores dos veces al año. Y les hacía
la ofrenda del día de muertos con papel picado y cempasúchil. Ella no tendría
eso. No tendría velas, ni calaveras de azúcar, ni pan de muerto. Ni un camino
de pétalos anaranjados.
No
creía en la vida después de la muerte, ni en la reencarnación, ni en los
espíritus, pero le gustaba colorear las fotos de sus abuelos una vez al año. De
morado y naranja. Le gustaba que por unos días su casa oliera a flores y copal
y que las abejas se posaran en el plato con dulce de calabaza, ese que
preparaba con la receta de su abuela, a la que nunca le gustó, pero que
cocinaba gustosa para todos. Para esos que no le visitaban más en la tumba.
A
Rosa nadie le pondría una ofrenda. No tenía caso pensar en los colores y los olores
de su ausencia. Su cuerpo frío y rígido descansaría dentro de un ataúd gris y
brilloso. En medio de un salón sin olor, rodeada de rezos impersonales. Como si
se hubiera muerto cualquiera. No tendría flores rojas sobre la tapa. Nadie las
pondría ahí. Nadie le hablaría ya muerta mientras le miraba a los ojos
cerrados.
Lloró
un poco. Pensó que su muerte sería triste y el olvido aún más. Se limpió las
lágrimas con las mangas de la pijama, esa que no volvería a usar. Se habían
convertido en un torrente. De pronto la idea
de que su madre tomaría la pijama entre sus manos y la abrazaría como si
fuera la hija muerta le hizo gracia. Toda llena de lágrimas secas y mocos. Su
madre, esa mujer que toda la vida le había dicho que no llorara, que no servía
de nada llorar, que las cosas no se arreglaban con lágrimas. Suspiró. Se quedó
en silencio, sintiendo en el rostro húmedo el viento fresco que entraba por la
ventana rota.
Lo
único que le hacía sentido ahora, después del ataque de pánico y tristeza, era
aprovechar su último día de vida sintiendo placer. Se levantó de la cama y se
preparó un café cargado. Era el primero en muchos meses. El médico se lo había
prohibido debido al insomnio crónico que padecía desde que Ramón se fue con su
secretaria, diez años más vieja que ella. Se llevaron una maleta con cosas de
Rosa. Su colección de películas de Woody Allen, la blusa rosa de tirantes y el
bikini blanco y negro que Ramón le había comprado en las ofertas de Victoria
Secret. Lo había elegido especialmente para las noches calurosas en que hacían
el amor en la piscina. En aquélla casa que compraron al lado del mar, en el
pueblo de Calderitas.
–Así
te quiero recordar siempre, en blanco y negro, con tu sonrisa de luna llena.–
Meses
después de que se fue con Blanca, la señora-secretaria-alumna-amante,
aparecieron unas fotos de ella con el bikini puesto. Sentada frente al mar. La
espalda se parecía tanto a la de Rosa que por un momento dudó si era ella la
mujer de la imagen. Pero no era así, ella nunca había estado en esa playa
exótica. Ramón tenía gustos extraños, fetiches tan disfrazados que la verdad
era que Rosa nunca le había entendido. No supo seguirle el juego. Tal vez por
eso se fue con la señora. Antes de irse le dijo que la amaba, inmensamente. Y
le escribía una vez por mes diciendo cuánto la extrañaba y la soñaba, y lo
difícil que era olvidarla. Le contó que se le aparecía en la cocina todas las
mañanas cuando servía el café. De ahí el insomnio de Rosa. Lo que le consoló
aquélla vez, después de la rabieta propia de ver a otra mujer usando su ropa
impunemente, fue pensar que Ramón la inmortalizó en la amante para tenerla
siempre hecha foto. Se lo dijo la última vez que hablaron.
–Eres
demasiado para mí. Sólo puedo tenerte en foto.–
Bebió
el café con pequeños sorbos. Dejando ir a Ramón en cada uno de ellos.
Se
metió en la regadera y se quedó por un largo rato bajo el chorro de agua
caliente, sentía como se aflojaban sus músculos y como sus poros se abrían
recibiendo el aire frío que contrastaba con el calor de su piel. Ramón, Ramón, Ramón. Las letras de su
nombre se iban en espirales húmedas por la coladera de la ducha, junto con sus
ojos color aceituna. Salió del agua entre suspiros y se dio cuenta que había
demorado una hora en el baño.
–A
este ritmo me va a ganar la muerte.–
No
contaría más el tiempo. Sólo disfrutaría las sensaciones y en el momento en que
terminara el plazo simplemente dejaría de existir. Escuchó los pájaros cantar.
Era increíble que en esta ciudad todavía tuvieran ánimos de hacerlo. Comenzó a
salir el sol mientras Rosa se vestía. Un vestido de algodón y la mascada roja
que le regaló su padre en su último cumpleaños. El último.
Parangelas. Rocío Pinín |
Salió
a la calle que permanecía silenciosa todavía. No serían más de cinco minutos de
silencio. Suficiente para llegar a su parque favorito. Si algo valía la pena
antes de morir era recorrerlo a esa hora de la mañana. Recordó que desde niña
le gustaba girar en círculos, sobre su propio eje. Hace mucho que no lo hacía,
por el miedo al ridículo. Comenzó a hacerlo suavemente. Veía pasar los
alebrijes, a las jirafas de lana, los ojos intrigados de la gente.
–Una
no-niña camina en círculos en el parque. Debe estar loca.–
No
quería detenerse, era como estar en un barco. Cerró los ojos y siguió girando. De
fondo, escuchaba el graznido de los patos, y percibía en oleadas el olor fétido
del lago verdoso. Comenzó a cantar bajito aquélla cancioncita que aprendió en
su infancia: “Patito, patito color de
café. La pata voló y el pato también, y allá en la laguna se vieron después.”
Abrió los ojos y se topo con la cabeza de uno de los patos que mirándola
fijamente le dijo muy serio:
–Te
quedan veintidós horas de vida.–
Asustada
siguió su caminata en círculos y al salir del parque sintió unas ganas enormes
de comer hasta saciarse. Fue a la pastelería y se compró un merengue de dos
pisos. Le escurría la crema por la cara, se chupaba los dedos uno tras otro
mientras hacía gemiditos de niña. “Cómo
le gustaba a Ramón.” Toda una perversión. Cuando terminó de comer, le
regaló una sonrisa al hombre del mostrador y le dio un beso en la mejilla,
llenándole la cara de restos de merengue. Salió corriendo de la pastelería y se
subió a un taxi. En medio del tráfico, a casi cuarenta grados centígrados, se
limpiaba el sudor de la frente y repetía con insistencia la estrofa de una
canción que recordaba por partes: “Hoy me
despido de tu ausencia. Ya estoy en paz. Ya estoy curado, anestesiado, ya me he
olvidado de ti.”
–¡Es
aquí! Le gritó al chofer y bajó casi al mismo tiempo que le aventaba el dinero
desesperada. Y es que por fin se había decidido, buscaría a Miguel, ese chico
que tanto le gustaba y que por alguna extraña razón había dejado de mirarla de
un día para otro. Le diría todo lo que no le había dicho las veces que se
habían encontrado en los pasillos de la universidad. “¿Sabes que tengo unas
ganas enormes de que me cojas?” No, eso era demasiado ambiguo. No era su estilo.
“¡Quiero que me cojas hasta que nos desmayemos juntos de placer!” No, eso
tampoco, era entre cursi y desfachatado. “¡Cógeme!”
Miguel
abrió la puerta del departamento y se encontró con Rosa haciendo ademanes. A
ella no le quedó tiempo de pensar más lo que le diría, así que lo abrazó y le
dio un beso en los labios, sin decir nada. Miguel la tomó de los brazos después
de dejar la bolsa de la basura en el piso y le preguntó mirándola a los ojos:
–¿Te
dije que no me gustan las mujeres?–
–Pero
es que me voy a morir, me avisaron hoy en la madrugada.–
Miguel
se le quedó mirando en silencio y después dijo:
–Lo
siento mucho.–
Y
cerró la puerta.
Rosa
lanzó un largo suspiro. Se quedó unos minutos afuera del departamento.
–No
tiene caso insistir, si no le gustan las mujeres, no le gustan y ya.–
Mientras
se fumaba un cigarrillo se abrió de nuevo la puerta del departamento. Salió una
chica de cabello largo, negro que se despidió de Miguel con un beso largo,
justo como el que ella deseaba. Rosa se deslizó hacia un rincón sin que la
vieran. Ahora lo había entendido.
–Me
gustan las mujeres. Todas. Menos tú.–
Sintió
ganas de llorar.
“Ya están domados mis sentimientos. Mejor
así”.
Bajó
las escaleras aprisa, huyendo de los pasos que, según ella, la perseguían.
Salió del edificio y siguió caminando por la banqueta de la avenida, en un
intento constante de disimular su dolor y su vergüenza. Siempre le sucedían
estas cosas cuando se atrevía a ir más allá de sus límites. Tenía ganas de
recostarse en el pasto y sentir el viento en la cara. Olvidarse de la muerte,
del desaire, de la traición. Se subió al colectivo donde no había espacio para
nadie más. Tuvo que viajar colgada del tubo de la puerta. Cada vez que paraba
tenía que bajarse para que la gente pasara. Le dolían las manos de sostener
todo el peso de su cuerpo con todas sus fuerzas. No quería morir todavía, y
menos en esas circunstancias.
Cuando
al fin llegó al campo de la universidad, se encontró con un evento del
sindicato de plomeros. Nada de paz. Los hombres jugaban futbol mientras las
mujeres servían la comida. No había espacio para tirarse sobre el pasto, ni
siquiera había viento. El sol quemaba la piel y no había ni una sola nube. En
medio de su frustración se le acercó un niño y le dijo:
–¿Qué
haces ahí sentada? ¡Te quedan diecinueve horas!–
Ella
lo miró con cara de cansancio y entonces el niño se rió y se echó a correr.
Rosa se quedó unos minutos sentada, con la mirada fija en el horizonte.
–Este
día no es más que una réplica de mis días ordinarios. Nada me sale como yo
deseo.–
Se
paró de la banca con una desesperanza que le coagulaba la sangre. El optimismo
con el que empezó el último de sus días, se había ido. Caminó con una mueca de
profunda tristeza hacia la avenida donde esperaría el colectivo. Ante la
ausencia del placer ya le daba igual lo que pasara. Iría a meterse entre las
cobijas, a esperar la voz debajo de la cama para morir. “Te espero siempre, mi amor, cada hora, cada día.”
Se
sentó en uno de los rincones del colectivo y se quedó dormida. Soñó con los
canarios que vivían en jaulas en casa de la abuela. Los vio de nuevo brincando
de un lado a otro y jalando los hilitos de las cobijas que los cubrían del frío.
Apareció en sus sueños el tucán de la abuela, ese que mató a todos los canarios
en un día. Dobló los barrotes de las jaulas y no dejó ni uno vivo. Rosa tenía
la hipótesis de que se cansó del encierro y se volvió loco. Se despertó con
esta imagen, justo antes de la parada para su casa. A veces aunque uno pretenda
escapar del encierro ya no puede. “Te
espero siempre, mi amor. Cada minuto que yo viva.” Bajó del colectivo un
poco adormilada y caminó hasta la puerta de su casa. Se encontró con un papel
pegado en la puerta:
–Te
quedan diecisiete horas.–
Se
le escapó una lágrima. Se dio cuenta que por más que lo intentara, no podía
hacer su vida más interesante en un solo día, en unas cuantas horas.
–
¡Si tuviera más tiempo tal vez lograría algo! Diecisiete horas no son nada y
ante la nada, se vuelven una eternidad.–
Sintió
un poco de hambre, ordenó una pizza cualquiera y mientras la esperaba buscó una
película en la televisión. Eso haría. Simplemente descansar y no pensar que
tenía el tiempo contado. Se acomodó en la cama, dispuso todo para disfrutar de
la película cuando escuchó el timbre. Se asomó por la ventana y vio la silueta
de un hombre, pero él no la vio por más intentos que hizo Rosa para llamar su
atención. Tuvo que bajar las escaleras, que ahora le parecían interminables. Al
abrir la puerta se topó con un hombre de ojos grandes, negros, dulces. Con
pestañas largas y espesas. Y con una
nariz enorme. Se quedaron viendo por un instante hasta que él comenzó a tocarle
el brazo con la punta de los dedos. Se acercó, le besó con suavidad la comisura
de los labios y le susurro al oído:
Hermanas. Rocío Pinín |
–Me
acaban de avisar que me quedan dieciséis horas de vida.–
Rosa
sonrió y lo dejó entrar. Se recostaron en la cama, en un profundo silencio.
Ambos estaban agotados. Se tomaron de las manos, se miraron a los ojos y
sonrieron. Hicieron el amor hasta que sólo les quedaban siete horas de vida.
Después se quedaron dormidos con las piernas entrelazadas y con las caras
llenas de placer.
Rosa
despertó antes del canto de los pájaros. La hora estaba cerca. Sintió una angustia
profunda en medio de la barriga. Volteó a ver al de los ojos bonitos. Seguía
ahí, dormido muy cerca de ella. Ahora no quería irse. No quería morir. Ahora no
odiaba más al mundo.
“Hoy me despido de tu ausencia. Ya estoy
en paz. Ya no te espero, ya no te llamo, ya no me engaño. Hoy te he borrado de
mi paciencia. Hoy fui capaz.”
Se
asomó debajo de la cama para buscar a la voz.
–Oiga,
está ahí, oigaaa.– Rosa lo decía bajito, con la sangre acumulada en la cabeza.
Se quedó escuchando. Tras unos segundos oyó un rechinido y una voz rasposa que
decía:
–¿Qué
quiere? Estoy durmiendo.–
–Pues
quiero ver si nos da un plazo, una prórroga. O mejor, si nos deja quedarnos en
el mundo.–
–Pero
si ya le había dicho que se tenía que ir conmigo, no puede echarse para atrás.–
–¡Pero
si usted ni me preguntó! Además yo ni lo conozco, a ver ¿qué tal si me quiere
ver la cara?–
–¡Cómo
le voy a ver la cara si estoy debajo de la cama!–
–¿Bueno,
me va a dejar quedar o qué?–
–Le
digo mañana porque ahorita estoy vestido de pájaro y no puedo hablar.–
Rosa
se quedó asomada unos minutos con la cabeza punzando. No veía nada. No
escuchaba nada. Manoteó un poco en el espacio oscuro, pero no encontró nada. Subió
lentamente la cabeza para no marearse. Escuchó el canto de los pájaros, más
fuerte que otros días. Volvió a recostarse junto al chico de los ojos lindos y
le dijo suavecito:
–Yo
creo que nos dejaron quedarnos, ya cantaron los pájaros y no desaparecimos.–
Cerraron
los ojos y durmieron abrazados hasta que los pájaros salieron volando por
debajo de la cama.