sábado, octubre 18

Mi cadáver exquisito. Ana Paulina Gutiérrez


Cadavre Exquis
, de Man Ray, Yves Tanguy, Joan Miro y Max Morise.

Pensé que me había quedado sin ojos cuando te perdí de vista. Los encontré debajo de la cama, rodaron hacia la esquina del cuarto, a lo largo del piso de madera, se quedaron en aquél rincón al que no llega la escoba. Se llenaron del polvo de tu piel muerta.

Te maté.

Tuve que hacerlo para encontrar mis ojos extraviados y resecos. Para humedecerlos con tu saliva de gente muerta, sin alma, sin corazón, sin pulso, sin calor. Te quité la vida con las manos frías y temblorosas.

Perdóname. Es verdad que te moriste. Ya no estás.

No queda ni el timbre de tu voz, ni el andar de tus pies descalzos, ni la forma de tu cabeza en la almohada. Encontré un pedazo de tu lengua en el cajón sin fondo, ese en donde dormiste por primera vez. No sabía si se movía aún o sólo era que mis ojos se acomodaban de nuevo en sus órbitas. Estaba seca. Podrida. Ahora que lo pienso, era imposible que siguiera moviéndose. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde que te fuiste mi cielo?

Dos siglos.
          Un billón y medio de hormigas.
                  Cuatrocientas pesadillas.
                          Varias noches empapadas en sudor ajeno, salado, tibio y reconfortante.

Las lunas crecieron, se llenaron, menguaron y volvieron a crecer. Vino Júpiter y se fue. Varias almas perdieron la libertad. Un huracán se llevó unos cuerpos. Se suicidaron los desesperados.

Yo no. Yo sólo perdí la vista un tiempo.

Nacieron tres flores blancas en la maceta de la esquina del salón, cerca de la silla en la que te sentabas a tomar el café. ¿Te acuerdas cuando te dije café por primera vez? ¡Qué lindo fue escuchar mi voz reflejada en tus ojos! Como un espejo de agua. Pero fue la tercera vez que lo dije cuando decidí regalarte mis ojos para siempre, en una cajita de vidrio para que no dejaras de verlos ni un segundo. Pero no me di cuenta que cuando te fuiste los dejaste olvidados. Cerca de nuestra cama. Lo que no sé es en qué momento rodaron al piso.

Me asomé a buscarlos a tientas y me encontré con los muertos. Ahora todos los días hablo con ellos. Al despertar y antes de dormir. Les susurro las canciones que escribimos juntos y los hago reír. ¿Has visto reír a un muerto? Se le salen los dientes. Le sangran los ojos del esfuerzo. Parece ser muy doloroso, pero en realidad no sienten nada. De todos ellos tú eres mi favorito. Mi cadáver exquisito. Cada día más muerto y más exquisito.

Algo te agrega cada muérdago que te envuelve. Te formas en el vaivén de su aliento, de sus besos, de las caricias que te sostienen. Acompañado siempre, porque los muertos como tú no pueden estar solos, les da miedo. Por eso se vuelven exquisitos: se quedan con un poco de cada alma que pasa por encima de ellos. Y sienten miedo. Hay que cuidarlos, hablarles. Como a las plantas.

El miedo enamora, seduce, atrapa. Así que no te preocupes. Mientras sientas miedo no estarás sólo. No estarás contigo. Siempre habrá alguien.

Perdóname. Prometo que te cantaré bajito, de lejos, pero cerca de la nuca, todos los días y las noches. Nuestras canciones interminables. Para que no te escuches a ti mismo.


Te juro que yo no quería matarte. Pero no temas ya mi amor, que la muerte es para siempre, esa no te abandona, no se va, no se mueve, no te deja de querer. No te deja solo. Aunque estés muerto y sin mis ojos.