Me
estás hablando de frente,
de
tus tareas cotidianas, de tus preocupaciones, de tus tristezas,
y
yo sólo puedo pensar en tus lunares.
Desde que era una niña los lunares marcaron
mi vida y mi relación con el mundo y los cuerpos de las personas. Se
convirtieron en obsesión. Eran adornos que fungían como mapas, como
distintivos. Mi propio cuerpo tenía sus manchas particulares: negras, marrón,
blancas, rojas. Un día apareció uno rosado en la planta del pie derecho.
Amorfo. Decía mi hermana que parecía una mancha de sangre “Qué asco, qué feo”.
Ningún lunar es feo. Son recordatorios de que las células se desparraman, de
que la norma se rompe, de que la naturaleza no corresponde al orden que
intentamos darle (también obsesivamente). Son recordatorios de la belleza
humana. Hay gente que los oculta. Otra que los presume como legado de ancestros
europeos, asiáticos o misteriosamente desconocidos, pero eso sí, que distinguen
al propietario de personas vulgares y con lunares menos interesantes: “No se
sabe de donde viene este tipo de lunar, pero dicen que es señal de
inteligencia”. Eso le hubiera respondido yo a mi hermana si lo hubiera tenido
claro. En cambio decidí avergonzarme de mi lunar rosado e intenté borrarlo de
mil maneras: un día remojé el pie en cloro, otro día me tallé hasta sangrar con
una lija. Me salió una costra y cuando esta desapareció, mi lunar rosado seguía
ahí, firme en su anormalidad. Hermoso.
Pero mis lunares favoritos durante la
infancia siempre fueron los lunares rojos. Mi abuela y mi madre los tenían,
sobre todo en la cara, en la espalda. Grandes, carnosos, bellos. Yo quería
tener los míos. Insistía en ellos, los miraba, si podía los tocaba con mi
pequeño dedo. Recuerdo cómo se sentían: un relieve en la piel suave de la
espalda de mi madre. Había uno, el más bello, justo en la mitad de su espalda
blanca, aplastado todos los días por el brassiere. Pobre lunar. Pero una vez
que era liberado de aquella presión cotidiana, retomaba su color, su forma, su
belleza nocturna. La existencia de ese lunar rojo me daba alguna certeza en mi inmenso
mundo infantil. "Si esos lunares siguen en su lugar todos los días, todas las
noches, inmóviles y bellos, todo esta bien". Primer paso para la obsesión.
Más tarde comencé a encontrar en mi
cuerpo mis propios lunares rojos. No eran tan bellos como aquél de mi madre, porque
eran apenas diminutas pinceladas en mi piel castaña. Con los años se han ido
transformando en pequeñas galaxias que habitan mis brazos. No son fáciles de
ver y ese es en gran parte, su encanto. Hay que poner atención, fijarse bien,
apretar el triceps, torcerlo para encontrar los hermosos conglomerados carmín.
Podría decir que son millones de pequeñas manchitas agrupadas. No así los
lunares marrón que tengo dispersos por todo el cuerpo. Esos son menos, pero
mucho más definidos, gregarios, impositivos. Se han apropiado de su territorio
con un acento protagónico que no permite ignorarlos. Tengo la hipótesis de que
tienen que ver con el goce, con el placer de sentir el cuerpo. Los más bellos
están en las zonas introductorias de mis territorios corporales favoritos: el
escote, el cuello, la espalda baja, las ingles, el pubis. Como llamadas de
atención o quizá como estandartes. Sí. Tienen que ver con el placer. Son un
preámbulo al orgasmo. Segundo punto para la obsesión.
Los lunares en los cuerpos de mis amantes
siguen la misma lógica. ¿O será que yo los buscaba, los veía como señales, como
guías del camino que debía seguir? Me sé sus lunares de memoria. Una de mis
actividades lúdicas favoritas es recordar los cuerpos de mis amantes. No, no
sus cuerpos. Sus lunares. Cada cuerpo se distingue por ellos. Por su color, su
tamaño, su forma. No todos son pequeños y perfectos círculos. La mayoría son
amorfos. Y es cuando te acercas y los miras
con lupa, que encuentras sus particularidades. Como aquél lunar junto a la ceja
de X. “¿Por qué me besas la ceja?” me preguntó una vez después del sexo.
“Porque me gusta.” Una pasa como pervertida cuando confiesa que tiene gustos
obsesivos con algún elemento corpóreo. Fetichistas, nos dicen. Una vez estuve a
punto de ser descubierta cuando pasé demasiado tiempo en una de las galaxias de
Antonio. Era un grupo de lunares, que se extendía del cuello al pecho como una
vía láctea en su cuerpo oscuro. Y es que me pierdo. Me obsesiono. Se me olvida
que tengo que volver al mundo a interactuar con la persona de los lunares. Y me
quedo ahí, viéndolos, contándolos, besándolos, lamiéndolos. Reconociendo mi
propio cuerpo en esa pequeña masa de constelaciones. Creo que nunca me han
descubierto. Creo que nadie lo sabe. A mí ha dejado de darme vergüenza, es sólo
que se ha vuelto parte del goce hacerlo un acto egoísta. Un placer en secreto. He
dejado ya de contar las veces que he callado mi emoción al ver un rostro
marcado por lunares. Esos rostros de belleza superlativa. Y lo mejor es que la
mayoría de las veces el camino punteado que inicia en el rostro, se extiende
por el resto del cuerpo. El cuerpo universo. Yo lo sé porque llevo toda una
vida poniendo atención a los lunares, a las formas en que se transforman en
galaxia. Tercera razón para la obsesión. Los lunares forman constelaciones y
galaxias.
Desde niña me ha impresionado mucho el
universo. Los planetas, los asteroides, pero sobre todo las estrellas. Las
formas de las constelaciones y la luz de las galaxias me dejan sin habla.
“Somos polvo de estrellas”. No sé quien lo dijo. Parece que mucha gente. Y
suena a cualquier cosa, pero cuando uno se obsesiona con los lunares, esa idea
es un eje vital. Somos estrellas. Alguien en otro planeta voltea al cielo y nos
ve como lunares. Y ahí es que me pierdo. Lunares, estrellas, galaxias, cuerpos,
orgasmos. La energía de eso que llamamos espacio y tiempo, de eso que no
entendemos, de eso que deja de gravitar y de estar en la espalda de alguien,
nos une con el resto del universo. El cuarto pilar de la obsesión por los
lunares.
Recuerdo que de niña fui a un planetario
y me volví loca. En serio. Se me activó algo en la mente que alimenta mis ideas
más obsesivas. Esas que desatan la angustia más profunda e irresoluble y que a
la vez ordenan mi mente para funcionar en el mundo cotidiano. Fue como abrir
una puerta inmensa en el cielo, en mi propia existencia. No sé qué pase durante
mi vida, pero yo un día estaré en medio de esa luz de estrellas. Hecha polvo.
Seré un lunar en el mar de lunares estelares. Eso lo dije en la adolescencia.
En la infancia sólo abría mis ojos grandes y apretaba los dientes en un acto
reflejo que intentaba mantenerme en el piso. De ahí que el lunar en la espalda
de mi madre fuera tan importante para tener alguna certeza. Tantita.
Años más tarde tuve sexo en un
planetario, pero natural. Digo que era un planetario porque me daba la misma
sensación de inmensidad que cuando era una niña. Era un paraje boscoso y
solitario de la sierra Gorda, en Querétaro. Fue por accidente, no por
placer. Me había embarcado en una relación de pareja sin sentido. Sin goce, que
para mí, es lo mismo. Buscábamos tener un hijo después de tres años de una
aburridísima relación. F no tenía lunares y yo me perdía en su cuerpo. Sin
coordenadas, simplemente no me daban ganas de tocarlo, de besarlo, de
explorarlo. Debí haberme dado cuenta porque no tenía un solo lunar en la
cara. Ahora sé que es raro. La mayoría de las personas tenemos lunares, muchos.
Pero F era una excepción. Y es que las primeras veces que tuve sexo con F no
estuvo mal, pero no llegué al orgasmo. Todo era tan rápido, tan excluyente. A
mis amigas les pasaba todo el tiempo, así que asumí que era normal y que era yo
la que tenía que dejar de poner en primer término el placer. “Hay otras cosas
importantes en la vida”, me decían. “No todo se trata de tener orgasmos”. Yo,
como me había creído lo de ser una fetichista, antisocial y obsesiva, decidí
probar tener una relación de pareja en términos terrenales. Nada de galaxias,
nada de viajes interestelares, nada de emociones fuertes. Sólo normalidad,
estabilidad, paz. Nunca tuve un orgasmo con F. Nunca en los cuatro años de
estar cuerpo con cuerpo. Ahora sé que fue en gran parte la ausencia de lunares.
O más bien lo supe aquélla noche en el bosque serrano. No puedes confiar en
alguien que no tenga lunares. Es una señal de su desconexión con el universo. A
alguien sin lunares, sin estrellas en el cuerpo, no le importa el resto de la
humanidad.
La experiencia serrana me salvó la vida.
Esa noche el cielo estaba despejado. Parecía que la vía láctea se caía sobre
nosotros. Yo estaba ahí, tendida sobre la tierra, desnuda y con el cuerpo de F
sobre mí, impetuoso, descuidado, vulgar. Buscando sólo su placer con ese cuerpo
sin lunares. Recuerdo que sentía una profunda tristeza. ¿Cómo era posible que
yo hubiera renunciado a mis obsesiones, a la posibilidad de gozar con otro
cuerpo? ¿De verdad prefería esto que perderme en los lunares ajenos? Comenzé a
desesperarme y me di cuenta que tenía que escapar. Millones de lunares luchaban
contra la fuerza de gravedad terrícola que me mantenía tendida en el piso,
receptora de una embestida no deseada que me adelgazaba el alma. Me fugé. Comencé
a contar las estrellas, a fijarme en lo amorfo de su luz. Entrecerraba los ojos
para definir las formas de los lunares celestes. Descubrí un mapa inmenso, con
caminitos que se bifurcaban, que hacían espirales, con azules, rojos, blancos y
amarillos sutilmente distintos. De pronto dejé de sentir la embestida y comencé
a flotar. Las estrellas le ganaban a la fuerza de gravedad de la tierra y me
rescataban con uno de lo orgasmos más intensos que he tenido en mi vida. F
estaba tan desacostumbrado a mi placer, que dejó de moverse totalmente
desconcertado. Pensó que había sido él con su embestida quien había logrado
llevarme a ese orgasmo totalmente desproporcionado. Pero no. Fuimos las
constelaciones y yo. Los lunares celestes y yo.
Después de esa experiencia el placer ha
sido más fácil de encontrar y más intenso. Mi habilidad con los lunares ajenos
es casi ya una especialidad. Las formas en que he aprendido a leerlos, a
sentirlos, a conectarme con ellos, me sitúan en el mundo de los humanos y me
permiten lidiar con el vacío cotidiano. De la misma manera que se trazan líneas
en el cielo para inventar constelaciones y establecer coordenadas, yo lo hago
con los cuerpos de las personas, con mi propio cuerpo. Las redes que voy
tejiendo con mis trazos se desplazan del cielo a la tierra, de ida y vuelta, se
entrecruzan con las constelaciones de otras personas. Las combinaciones son
infinitas. Las posibilidades de existir en el cuerpo, las galaxias y los
lunares de otra persona son tan variadas, que no se limitan al reconocimiento
racional de los cuerpos. Estamos tan acostumbrados a huir de las conexiones,
del placer, a negar nuestras obsesiones, que perdemos el sentido de la vida, de
la locura, y del andar por las constelaciones corpóreas de las personas que nos
emocionan. Los lunares han sido mi obsesión durante prácticamente toda mi vida.
Una obsesión que me sitúa y me conecta
con el universo, que no es otra cosa que energía y magia. Igual que el orgasmo.