sábado, noviembre 15

Lunares. Ana Paulina Gutiérrez






Me estás hablando de frente,
de tus tareas cotidianas, de tus preocupaciones, de tus tristezas,
y yo sólo puedo pensar en tus lunares.



Desde que era una niña los lunares marcaron mi vida y mi relación con el mundo y los cuerpos de las personas. Se convirtieron en obsesión. Eran adornos que fungían como mapas, como distintivos. Mi propio cuerpo tenía sus manchas particulares: negras, marrón, blancas, rojas. Un día apareció uno rosado en la planta del pie derecho. Amorfo. Decía mi hermana que parecía una mancha de sangre “Qué asco, qué feo”. Ningún lunar es feo. Son recordatorios de que las células se desparraman, de que la norma se rompe, de que la naturaleza no corresponde al orden que intentamos darle (también obsesivamente). Son recordatorios de la belleza humana. Hay gente que los oculta. Otra que los presume como legado de ancestros europeos, asiáticos o misteriosamente desconocidos, pero eso sí, que distinguen al propietario de personas vulgares y con lunares menos interesantes: “No se sabe de donde viene este tipo de lunar, pero dicen que es señal de inteligencia”. Eso le hubiera respondido yo a mi hermana si lo hubiera tenido claro. En cambio decidí avergonzarme de mi lunar rosado e intenté borrarlo de mil maneras: un día remojé el pie en cloro, otro día me tallé hasta sangrar con una lija. Me salió una costra y cuando esta desapareció, mi lunar rosado seguía ahí, firme en su anormalidad. Hermoso.

Pero mis lunares favoritos durante la infancia siempre fueron los lunares rojos. Mi abuela y mi madre los tenían, sobre todo en la cara, en la espalda. Grandes, carnosos, bellos. Yo quería tener los míos. Insistía en ellos, los miraba, si podía los tocaba con mi pequeño dedo. Recuerdo cómo se sentían: un relieve en la piel suave de la espalda de mi madre. Había uno, el más bello, justo en la mitad de su espalda blanca, aplastado todos los días por el brassiere. Pobre lunar. Pero una vez que era liberado de aquella presión cotidiana, retomaba su color, su forma, su belleza nocturna. La existencia de ese lunar rojo me daba alguna certeza en mi inmenso mundo infantil. "Si esos lunares siguen en su lugar todos los días, todas las noches, inmóviles y bellos, todo esta bien". Primer paso para la obsesión.

Más tarde comencé a encontrar en mi cuerpo mis propios lunares rojos. No eran tan bellos como aquél de mi madre, porque eran apenas diminutas pinceladas en mi piel castaña. Con los años se han ido transformando en pequeñas galaxias que habitan mis brazos. No son fáciles de ver y ese es en gran parte, su encanto. Hay que poner atención, fijarse bien, apretar el triceps, torcerlo para encontrar los hermosos conglomerados carmín. Podría decir que son millones de pequeñas manchitas agrupadas. No así los lunares marrón que tengo dispersos por todo el cuerpo. Esos son menos, pero mucho más definidos, gregarios, impositivos. Se han apropiado de su territorio con un acento protagónico que no permite ignorarlos. Tengo la hipótesis de que tienen que ver con el goce, con el placer de sentir el cuerpo. Los más bellos están en las zonas introductorias de mis territorios corporales favoritos: el escote, el cuello, la espalda baja, las ingles, el pubis. Como llamadas de atención o quizá como estandartes. Sí. Tienen que ver con el placer. Son un preámbulo al orgasmo. Segundo punto para la obsesión.

Los lunares en los cuerpos de mis amantes siguen la misma lógica. ¿O será que yo los buscaba, los veía como señales, como guías del camino que debía seguir? Me sé sus lunares de memoria. Una de mis actividades lúdicas favoritas es recordar los cuerpos de mis amantes. No, no sus cuerpos. Sus lunares. Cada cuerpo se distingue por ellos. Por su color, su tamaño, su forma. No todos son pequeños y perfectos círculos. La mayoría son amorfos. Y es cuando te acercas y los miras con lupa, que encuentras sus particularidades. Como aquél lunar junto a la ceja de X. “¿Por qué me besas la ceja?” me preguntó una vez después del sexo. “Porque me gusta.” Una pasa como pervertida cuando confiesa que tiene gustos obsesivos con algún elemento corpóreo. Fetichistas, nos dicen. Una vez estuve a punto de ser descubierta cuando pasé demasiado tiempo en una de las galaxias de Antonio. Era un grupo de lunares, que se extendía del cuello al pecho como una vía láctea en su cuerpo oscuro. Y es que me pierdo. Me obsesiono. Se me olvida que tengo que volver al mundo a interactuar con la persona de los lunares. Y me quedo ahí, viéndolos, contándolos, besándolos, lamiéndolos. Reconociendo mi propio cuerpo en esa pequeña masa de constelaciones. Creo que nunca me han descubierto. Creo que nadie lo sabe. A mí ha dejado de darme vergüenza, es sólo que se ha vuelto parte del goce hacerlo un acto egoísta. Un placer en secreto. He dejado ya de contar las veces que he callado mi emoción al ver un rostro marcado por lunares. Esos rostros de belleza superlativa. Y lo mejor es que la mayoría de las veces el camino punteado que inicia en el rostro, se extiende por el resto del cuerpo. El cuerpo universo. Yo lo sé porque llevo toda una vida poniendo atención a los lunares, a las formas en que se transforman en galaxia. Tercera razón para la obsesión. Los lunares forman constelaciones y galaxias.

Desde niña me ha impresionado mucho el universo. Los planetas, los asteroides, pero sobre todo las estrellas. Las formas de las constelaciones y la luz de las galaxias me dejan sin habla. “Somos polvo de estrellas”. No sé quien lo dijo. Parece que mucha gente. Y suena a cualquier cosa, pero cuando uno se obsesiona con los lunares, esa idea es un eje vital. Somos estrellas. Alguien en otro planeta voltea al cielo y nos ve como lunares. Y ahí es que me pierdo. Lunares, estrellas, galaxias, cuerpos, orgasmos. La energía de eso que llamamos espacio y tiempo, de eso que no entendemos, de eso que deja de gravitar y de estar en la espalda de alguien, nos une con el resto del universo. El cuarto pilar de la obsesión por los lunares.

Recuerdo que de niña fui a un planetario y me volví loca. En serio. Se me activó algo en la mente que alimenta mis ideas más obsesivas. Esas que desatan la angustia más profunda e irresoluble y que a la vez ordenan mi mente para funcionar en el mundo cotidiano. Fue como abrir una puerta inmensa en el cielo, en mi propia existencia. No sé qué pase durante mi vida, pero yo un día estaré en medio de esa luz de estrellas. Hecha polvo. Seré un lunar en el mar de lunares estelares. Eso lo dije en la adolescencia. En la infancia sólo abría mis ojos grandes y apretaba los dientes en un acto reflejo que intentaba mantenerme en el piso. De ahí que el lunar en la espalda de mi madre fuera tan importante para tener alguna certeza. Tantita.

Años más tarde tuve sexo en un planetario, pero natural. Digo que era un planetario porque me daba la misma sensación de inmensidad que cuando era una niña. Era un paraje boscoso y solitario de la sierra Gorda, en Querétaro. Fue por accidente, no por placer. Me había embarcado en una relación de pareja sin sentido. Sin goce, que para mí, es lo mismo. Buscábamos tener un hijo después de tres años de una aburridísima relación. F no tenía lunares y yo me perdía en su cuerpo. Sin coordenadas, simplemente no me daban ganas de tocarlo, de besarlo, de explorarlo. Debí haberme dado cuenta porque no tenía un solo lunar en la cara. Ahora sé que es raro. La mayoría de las personas tenemos lunares, muchos. Pero F era una excepción. Y es que las primeras veces que tuve sexo con F no estuvo mal, pero no llegué al orgasmo. Todo era tan rápido, tan excluyente. A mis amigas les pasaba todo el tiempo, así que asumí que era normal y que era yo la que tenía que dejar de poner en primer término el placer. “Hay otras cosas importantes en la vida”, me decían. “No todo se trata de tener orgasmos”. Yo, como me había creído lo de ser una fetichista, antisocial y obsesiva, decidí probar tener una relación de pareja en términos terrenales. Nada de galaxias, nada de viajes interestelares, nada de emociones fuertes. Sólo normalidad, estabilidad, paz. Nunca tuve un orgasmo con F. Nunca en los cuatro años de estar cuerpo con cuerpo. Ahora sé que fue en gran parte la ausencia de lunares. O más bien lo supe aquélla noche en el bosque serrano. No puedes confiar en alguien que no tenga lunares. Es una señal de su desconexión con el universo. A alguien sin lunares, sin estrellas en el cuerpo, no le importa el resto de la humanidad.

La experiencia serrana me salvó la vida. Esa noche el cielo estaba despejado. Parecía que la vía láctea se caía sobre nosotros. Yo estaba ahí, tendida sobre la tierra, desnuda y con el cuerpo de F sobre mí, impetuoso, descuidado, vulgar. Buscando sólo su placer con ese cuerpo sin lunares. Recuerdo que sentía una profunda tristeza. ¿Cómo era posible que yo hubiera renunciado a mis obsesiones, a la posibilidad de gozar con otro cuerpo? ¿De verdad prefería esto que perderme en los lunares ajenos? Comenzé a desesperarme y me di cuenta que tenía que escapar. Millones de lunares luchaban contra la fuerza de gravedad terrícola que me mantenía tendida en el piso, receptora de una embestida no deseada que me adelgazaba el alma. Me fugé. Comencé a contar las estrellas, a fijarme en lo amorfo de su luz. Entrecerraba los ojos para definir las formas de los lunares celestes. Descubrí un mapa inmenso, con caminitos que se bifurcaban, que hacían espirales, con azules, rojos, blancos y amarillos sutilmente distintos. De pronto dejé de sentir la embestida y comencé a flotar. Las estrellas le ganaban a la fuerza de gravedad de la tierra y me rescataban con uno de lo orgasmos más intensos que he tenido en mi vida. F estaba tan desacostumbrado a mi placer, que dejó de moverse totalmente desconcertado. Pensó que había sido él con su embestida quien había logrado llevarme a ese orgasmo totalmente desproporcionado. Pero no. Fuimos las constelaciones y yo. Los lunares celestes y yo.

Después de esa experiencia el placer ha sido más fácil de encontrar y más intenso. Mi habilidad con los lunares ajenos es casi ya una especialidad. Las formas en que he aprendido a leerlos, a sentirlos, a conectarme con ellos, me sitúan en el mundo de los humanos y me permiten lidiar con el vacío cotidiano. De la misma manera que se trazan líneas en el cielo para inventar constelaciones y establecer coordenadas, yo lo hago con los cuerpos de las personas, con mi propio cuerpo. Las redes que voy tejiendo con mis trazos se desplazan del cielo a la tierra, de ida y vuelta, se entrecruzan con las constelaciones de otras personas. Las combinaciones son infinitas. Las posibilidades de existir en el cuerpo, las galaxias y los lunares de otra persona son tan variadas, que no se limitan al reconocimiento racional de los cuerpos. Estamos tan acostumbrados a huir de las conexiones, del placer, a negar nuestras obsesiones, que perdemos el sentido de la vida, de la locura, y del andar por las constelaciones corpóreas de las personas que nos emocionan. Los lunares han sido mi obsesión durante prácticamente toda mi vida. Una obsesión que me sitúa y  me conecta con el universo, que no es otra cosa que energía y magia. Igual que el orgasmo. 








sábado, octubre 18

Mi cadáver exquisito. Ana Paulina Gutiérrez


Cadavre Exquis
, de Man Ray, Yves Tanguy, Joan Miro y Max Morise.

Pensé que me había quedado sin ojos cuando te perdí de vista. Los encontré debajo de la cama, rodaron hacia la esquina del cuarto, a lo largo del piso de madera, se quedaron en aquél rincón al que no llega la escoba. Se llenaron del polvo de tu piel muerta.

Te maté.

Tuve que hacerlo para encontrar mis ojos extraviados y resecos. Para humedecerlos con tu saliva de gente muerta, sin alma, sin corazón, sin pulso, sin calor. Te quité la vida con las manos frías y temblorosas.

Perdóname. Es verdad que te moriste. Ya no estás.

No queda ni el timbre de tu voz, ni el andar de tus pies descalzos, ni la forma de tu cabeza en la almohada. Encontré un pedazo de tu lengua en el cajón sin fondo, ese en donde dormiste por primera vez. No sabía si se movía aún o sólo era que mis ojos se acomodaban de nuevo en sus órbitas. Estaba seca. Podrida. Ahora que lo pienso, era imposible que siguiera moviéndose. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde que te fuiste mi cielo?

Dos siglos.
          Un billón y medio de hormigas.
                  Cuatrocientas pesadillas.
                          Varias noches empapadas en sudor ajeno, salado, tibio y reconfortante.

Las lunas crecieron, se llenaron, menguaron y volvieron a crecer. Vino Júpiter y se fue. Varias almas perdieron la libertad. Un huracán se llevó unos cuerpos. Se suicidaron los desesperados.

Yo no. Yo sólo perdí la vista un tiempo.

Nacieron tres flores blancas en la maceta de la esquina del salón, cerca de la silla en la que te sentabas a tomar el café. ¿Te acuerdas cuando te dije café por primera vez? ¡Qué lindo fue escuchar mi voz reflejada en tus ojos! Como un espejo de agua. Pero fue la tercera vez que lo dije cuando decidí regalarte mis ojos para siempre, en una cajita de vidrio para que no dejaras de verlos ni un segundo. Pero no me di cuenta que cuando te fuiste los dejaste olvidados. Cerca de nuestra cama. Lo que no sé es en qué momento rodaron al piso.

Me asomé a buscarlos a tientas y me encontré con los muertos. Ahora todos los días hablo con ellos. Al despertar y antes de dormir. Les susurro las canciones que escribimos juntos y los hago reír. ¿Has visto reír a un muerto? Se le salen los dientes. Le sangran los ojos del esfuerzo. Parece ser muy doloroso, pero en realidad no sienten nada. De todos ellos tú eres mi favorito. Mi cadáver exquisito. Cada día más muerto y más exquisito.

Algo te agrega cada muérdago que te envuelve. Te formas en el vaivén de su aliento, de sus besos, de las caricias que te sostienen. Acompañado siempre, porque los muertos como tú no pueden estar solos, les da miedo. Por eso se vuelven exquisitos: se quedan con un poco de cada alma que pasa por encima de ellos. Y sienten miedo. Hay que cuidarlos, hablarles. Como a las plantas.

El miedo enamora, seduce, atrapa. Así que no te preocupes. Mientras sientas miedo no estarás sólo. No estarás contigo. Siempre habrá alguien.

Perdóname. Prometo que te cantaré bajito, de lejos, pero cerca de la nuca, todos los días y las noches. Nuestras canciones interminables. Para que no te escuches a ti mismo.


Te juro que yo no quería matarte. Pero no temas ya mi amor, que la muerte es para siempre, esa no te abandona, no se va, no se mueve, no te deja de querer. No te deja solo. Aunque estés muerto y sin mis ojos.






martes, julio 29

El cuerpo es templo del placer




PLACER

                     


                                     placer







  P *l* a* c* e* r*****






ohhh ahhh mmmmmmm awwwww miauuuuuuuuuu

ohhh ahhh mmmmmmm awwwww miauuuuuuuuuu


ohhh ahhh mmmmmmm awwwww miauuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuu





P L A C E R P L A C E R P L A C E R P L A C E R P L A

C E R P L A C E R P L A C E R P L A C E R P L A C E R 

P L A CE R P L A C E R P L A C E R P L A C E R P L A C E R P L A C E R P L A C E R P L A C E R 


P L A C E R P L A C E R P L A C E R P L A C E R P L A C E R P L A C E R P L A C E R 
                                P L A C E R  
P L A C E R                                                           P L A C E R 




P


L

A
P L A C E R P L A C E R P L A C E R P L A C E R P L A

C E R P L A C E R P L A C E R P L A C E R P L A C E R 

P L A CE R P L A C E R P L A C E R P L A C E R P L A C E R P L A C E R P L A C E R P L A C E R 


P L A C E R P L A C E R P L A C E R P L A C E R P L A C E R P L A C E R P L A C E R 
                                P L A C E R
P L A C E R                                                           P L A C E R

C

E

R









"Back in the days of analog pornography, naughty cartoons and graphic photography were produced in tangible form. Copied and mass produced in magazines and other collections, the images were to be seen and disregarded, ogled and tossed aside for another pair of hungry eyes. Little attention was paid to the potential aesthetic beauty of the imagery, save for, perhaps, the wandering mind of the late artist Stephen Irwin."








Fragmento e imágenes de Artist ‘Erases’ Vintage Pornography In Stunning (N)SFW 

martes, junio 24

Los pájaros. Ana Paulina Gutiérrez (con video de La Despedida)



Mis pájaros. Rocío Pinín


Rosa escuchó un susurro debajo de su cama.
–Tienes un día de vida.–
Alguien le hablaba. Se agachó con brusquedad y sintió como se agolpaba la sangre en su cabeza mientras los ojos hinchados recorrían el espacio oscuro en busca de la voz. No había nadie. Se quedó en silencio unos segundos y después hizo un reclamo al aire:
–¡Un día! ¡Y me lo dicen así, de repente! En un día uno no puede planear nada. ¿No puede ser un poco más?–
La voz que habitaba en algún lugar debajo de la cama le respondió tras un breve silencio:
–Bueno, está bien tienes 26 horas, no nos gusta ser tan estrictos con el tiempo. Ahora son las 4:35 horas. Mañana a las 6:35 te irás conmigo, antes de que canten los pájaros. Así que piensa muy bien lo que vas a hacer en estas horas. Aunque claro, no lo pienses tanto porque se te acaba el tiempo.–
–¡Mierda! ¿No me lo podían decir antes?–
–No.­­–
Rosa se sentó en la cama y respiró profundamente. Sin esperanzas. Con mucho miedo. Estaba frente al momento más importante de su vida: planear sus últimas horas en este mundo, que dicho sea de paso, últimamente no le gustaba nada. Tenía que programarse, sino el tiempo se le escaparía en trayectos tontos y malas decisiones.
–Esta ciudad no es para una casi muerta.–
El otro día se hizo tres horas de camino para llegar al cementerio a llevar flores a los abuelos. Y pensar que en unas horas ella estaría en la tumba de al lado. Nadie le llevaría flores. Los muertos de su familia eso eran, muertos. Sólo ella recordaba a los abuelos y les llevaba flores dos veces al año. Y les hacía la ofrenda del día de muertos con papel picado y cempasúchil. Ella no tendría eso. No tendría velas, ni calaveras de azúcar, ni pan de muerto. Ni un camino de pétalos anaranjados.
No creía en la vida después de la muerte, ni en la reencarnación, ni en los espíritus, pero le gustaba colorear las fotos de sus abuelos una vez al año. De morado y naranja. Le gustaba que por unos días su casa oliera a flores y copal y que las abejas se posaran en el plato con dulce de calabaza, ese que preparaba con la receta de su abuela, a la que nunca le gustó, pero que cocinaba gustosa para todos. Para esos que no le visitaban más en la tumba.
A Rosa nadie le pondría una ofrenda. No tenía caso pensar en los colores y los olores de su ausencia. Su cuerpo frío y rígido descansaría dentro de un ataúd gris y brilloso. En medio de un salón sin olor, rodeada de rezos impersonales. Como si se hubiera muerto cualquiera. No tendría flores rojas sobre la tapa. Nadie las pondría ahí. Nadie le hablaría ya muerta mientras le miraba a los ojos cerrados.
Lloró un poco. Pensó que su muerte sería triste y el olvido aún más. Se limpió las lágrimas con las mangas de la pijama, esa que no volvería a usar. Se habían convertido en un torrente. De pronto la idea  de que su madre tomaría la pijama entre sus manos y la abrazaría como si fuera la hija muerta le hizo gracia. Toda llena de lágrimas secas y mocos. Su madre, esa mujer que toda la vida le había dicho que no llorara, que no servía de nada llorar, que las cosas no se arreglaban con lágrimas. Suspiró. Se quedó en silencio, sintiendo en el rostro húmedo el viento fresco que entraba por la ventana rota.
Lo único que le hacía sentido ahora, después del ataque de pánico y tristeza, era aprovechar su último día de vida sintiendo placer. Se levantó de la cama y se preparó un café cargado. Era el primero en muchos meses. El médico se lo había prohibido debido al insomnio crónico que padecía desde que Ramón se fue con su secretaria, diez años más vieja que ella. Se llevaron una maleta con cosas de Rosa. Su colección de películas de Woody Allen, la blusa rosa de tirantes y el bikini blanco y negro que Ramón le había comprado en las ofertas de Victoria Secret. Lo había elegido especialmente para las noches calurosas en que hacían el amor en la piscina. En aquélla casa que compraron al lado del mar, en el pueblo de Calderitas.
–Así te quiero recordar siempre, en blanco y negro, con tu sonrisa de luna llena.–
Meses después de que se fue con Blanca, la señora-secretaria-alumna-amante, aparecieron unas fotos de ella con el bikini puesto. Sentada frente al mar. La espalda se parecía tanto a la de Rosa que por un momento dudó si era ella la mujer de la imagen. Pero no era así, ella nunca había estado en esa playa exótica. Ramón tenía gustos extraños, fetiches tan disfrazados que la verdad era que Rosa nunca le había entendido. No supo seguirle el juego. Tal vez por eso se fue con la señora. Antes de irse le dijo que la amaba, inmensamente. Y le escribía una vez por mes diciendo cuánto la extrañaba y la soñaba, y lo difícil que era olvidarla. Le contó que se le aparecía en la cocina todas las mañanas cuando servía el café. De ahí el insomnio de Rosa. Lo que le consoló aquélla vez, después de la rabieta propia de ver a otra mujer usando su ropa impunemente, fue pensar que Ramón la inmortalizó en la amante para tenerla siempre hecha foto. Se lo dijo la última vez que hablaron.
–Eres demasiado para mí. Sólo puedo tenerte en foto.–
Bebió el café con pequeños sorbos. Dejando ir a Ramón en cada uno de ellos.
Se metió en la regadera y se quedó por un largo rato bajo el chorro de agua caliente, sentía como se aflojaban sus músculos y como sus poros se abrían recibiendo el aire frío que contrastaba con el calor de su piel. Ramón, Ramón, Ramón. Las letras de su nombre se iban en espirales húmedas por la coladera de la ducha, junto con sus ojos color aceituna. Salió del agua entre suspiros y se dio cuenta que había demorado una hora en el baño.
–A este ritmo me va a ganar la muerte.–
No contaría más el tiempo. Sólo disfrutaría las sensaciones y en el momento en que terminara el plazo simplemente dejaría de existir. Escuchó los pájaros cantar. Era increíble que en esta ciudad todavía tuvieran ánimos de hacerlo. Comenzó a salir el sol mientras Rosa se vestía. Un vestido de algodón y la mascada roja que le regaló su padre en su último cumpleaños. El último.

Parangelas. Rocío Pinín

Salió a la calle que permanecía silenciosa todavía. No serían más de cinco minutos de silencio. Suficiente para llegar a su parque favorito. Si algo valía la pena antes de morir era recorrerlo a esa hora de la mañana. Recordó que desde niña le gustaba girar en círculos, sobre su propio eje. Hace mucho que no lo hacía, por el miedo al ridículo. Comenzó a hacerlo suavemente. Veía pasar los alebrijes, a las jirafas de lana, los ojos intrigados de la gente.
–Una no-niña camina en círculos en el parque. Debe estar loca.–
No quería detenerse, era como estar en un barco. Cerró los ojos y siguió girando. De fondo, escuchaba el graznido de los patos, y percibía en oleadas el olor fétido del lago verdoso. Comenzó a cantar bajito aquélla cancioncita que aprendió en su infancia: “Patito, patito color de café. La pata voló y el pato también, y allá en la laguna se vieron después.” Abrió los ojos y se topo con la cabeza de uno de los patos que mirándola fijamente le dijo muy serio:
–Te quedan veintidós horas de vida.–
Asustada siguió su caminata en círculos y al salir del parque sintió unas ganas enormes de comer hasta saciarse. Fue a la pastelería y se compró un merengue de dos pisos. Le escurría la crema por la cara, se chupaba los dedos uno tras otro mientras hacía gemiditos de niña. “Cómo le gustaba a Ramón.” Toda una perversión. Cuando terminó de comer, le regaló una sonrisa al hombre del mostrador y le dio un beso en la mejilla, llenándole la cara de restos de merengue. Salió corriendo de la pastelería y se subió a un taxi. En medio del tráfico, a casi cuarenta grados centígrados, se limpiaba el sudor de la frente y repetía con insistencia la estrofa de una canción que recordaba por partes: “Hoy me despido de tu ausencia. Ya estoy en paz. Ya estoy curado, anestesiado, ya me he olvidado de ti.”
–¡Es aquí! Le gritó al chofer y bajó casi al mismo tiempo que le aventaba el dinero desesperada. Y es que por fin se había decidido, buscaría a Miguel, ese chico que tanto le gustaba y que por alguna extraña razón había dejado de mirarla de un día para otro. Le diría todo lo que no le había dicho las veces que se habían encontrado en los pasillos de la universidad. “¿Sabes que tengo unas ganas enormes de que me cojas?” No, eso era demasiado ambiguo. No era su estilo. “¡Quiero que me cojas hasta que nos desmayemos juntos de placer!” No, eso tampoco, era entre cursi y desfachatado. “¡Cógeme!”
Miguel abrió la puerta del departamento y se encontró con Rosa haciendo ademanes. A ella no le quedó tiempo de pensar más lo que le diría, así que lo abrazó y le dio un beso en los labios, sin decir nada. Miguel la tomó de los brazos después de dejar la bolsa de la basura en el piso y le preguntó mirándola a los ojos:
–¿Te dije que no me gustan las mujeres?–
–Pero es que me voy a morir, me avisaron hoy en la madrugada.–
Miguel se le quedó mirando en silencio y después dijo:
–Lo siento mucho.–
Y cerró la puerta.
Rosa lanzó un largo suspiro. Se quedó unos minutos afuera del departamento.
­–No tiene caso insistir, si no le gustan las mujeres, no le gustan y ya.–
Mientras se fumaba un cigarrillo se abrió de nuevo la puerta del departamento. Salió una chica de cabello largo, negro que se despidió de Miguel con un beso largo, justo como el que ella deseaba. Rosa se deslizó hacia un rincón sin que la vieran. Ahora lo había entendido.
–Me gustan las mujeres. Todas. Menos tú.–
Sintió ganas de llorar.
“Ya están domados mis sentimientos. Mejor así”.
Bajó las escaleras aprisa, huyendo de los pasos que, según ella, la perseguían. Salió del edificio y siguió caminando por la banqueta de la avenida, en un intento constante de disimular su dolor y su vergüenza. Siempre le sucedían estas cosas cuando se atrevía a ir más allá de sus límites. Tenía ganas de recostarse en el pasto y sentir el viento en la cara. Olvidarse de la muerte, del desaire, de la traición. Se subió al colectivo donde no había espacio para nadie más. Tuvo que viajar colgada del tubo de la puerta. Cada vez que paraba tenía que bajarse para que la gente pasara. Le dolían las manos de sostener todo el peso de su cuerpo con todas sus fuerzas. No quería morir todavía, y menos en esas circunstancias.
Cuando al fin llegó al campo de la universidad, se encontró con un evento del sindicato de plomeros. Nada de paz. Los hombres jugaban futbol mientras las mujeres servían la comida. No había espacio para tirarse sobre el pasto, ni siquiera había viento. El sol quemaba la piel y no había ni una sola nube. En medio de su frustración se le acercó un niño y le dijo:
–¿Qué haces ahí sentada? ¡Te quedan diecinueve horas!–
Ella lo miró con cara de cansancio y entonces el niño se rió y se echó a correr. Rosa se quedó unos minutos sentada, con la mirada fija en el horizonte.
–Este día no es más que una réplica de mis días ordinarios. Nada me sale como yo deseo.–
Se paró de la banca con una desesperanza que le coagulaba la sangre. El optimismo con el que empezó el último de sus días, se había ido. Caminó con una mueca de profunda tristeza hacia la avenida donde esperaría el colectivo. Ante la ausencia del placer ya le daba igual lo que pasara. Iría a meterse entre las cobijas, a esperar la voz debajo de la cama para morir. “Te espero siempre, mi amor, cada hora, cada día.”
Se sentó en uno de los rincones del colectivo y se quedó dormida. Soñó con los canarios que vivían en jaulas en casa de la abuela. Los vio de nuevo brincando de un lado a otro y jalando los hilitos de las cobijas que los cubrían del frío. Apareció en sus sueños el tucán de la abuela, ese que mató a todos los canarios en un día. Dobló los barrotes de las jaulas y no dejó ni uno vivo. Rosa tenía la hipótesis de que se cansó del encierro y se volvió loco. Se despertó con esta imagen, justo antes de la parada para su casa. A veces aunque uno pretenda escapar del encierro ya no puede. “Te espero siempre, mi amor. Cada minuto que yo viva.” Bajó del colectivo un poco adormilada y caminó hasta la puerta de su casa. Se encontró con un papel pegado en la puerta:
–Te quedan diecisiete horas.–
Se le escapó una lágrima. Se dio cuenta que por más que lo intentara, no podía hacer su vida más interesante en un solo día, en unas cuantas horas.
– ¡Si tuviera más tiempo tal vez lograría algo! Diecisiete horas no son nada y ante la nada, se vuelven una eternidad.–
Sintió un poco de hambre, ordenó una pizza cualquiera y mientras la esperaba buscó una película en la televisión. Eso haría. Simplemente descansar y no pensar que tenía el tiempo contado. Se acomodó en la cama, dispuso todo para disfrutar de la película cuando escuchó el timbre. Se asomó por la ventana y vio la silueta de un hombre, pero él no la vio por más intentos que hizo Rosa para llamar su atención. Tuvo que bajar las escaleras, que ahora le parecían interminables. Al abrir la puerta se topó con un hombre de ojos grandes, negros, dulces. Con pestañas largas y espesas.  Y con una nariz enorme. Se quedaron viendo por un instante hasta que él comenzó a tocarle el brazo con la punta de los dedos. Se acercó, le besó con suavidad la comisura de los labios y le susurro al oído:

Hermanas. Rocío Pinín

–Me acaban de avisar que me quedan dieciséis horas de vida.–
Rosa sonrió y lo dejó entrar. Se recostaron en la cama, en un profundo silencio. Ambos estaban agotados. Se tomaron de las manos, se miraron a los ojos y sonrieron. Hicieron el amor hasta que sólo les quedaban siete horas de vida. 

Después se quedaron dormidos con las piernas entrelazadas y con las caras llenas de placer.
Rosa despertó antes del canto de los pájaros. La hora estaba cerca. Sintió una angustia profunda en medio de la barriga. Volteó a ver al de los ojos bonitos. Seguía ahí, dormido muy cerca de ella. Ahora no quería irse. No quería morir. Ahora no odiaba más al mundo.
“Hoy me despido de tu ausencia. Ya estoy en paz. Ya no te espero, ya no te llamo, ya no me engaño. Hoy te he borrado de mi paciencia. Hoy fui capaz.”
Se asomó debajo de la cama para buscar a la voz.
–Oiga, está ahí, oigaaa.– Rosa lo decía bajito, con la sangre acumulada en la cabeza. Se quedó escuchando. Tras unos segundos oyó un rechinido y una voz rasposa que decía:
–¿Qué quiere? Estoy durmiendo.–
–Pues quiero ver si nos da un plazo, una prórroga. O mejor, si nos deja quedarnos en el mundo.–
–Pero si ya le había dicho que se tenía que ir conmigo, no puede echarse para atrás.–
–¡Pero si usted ni me preguntó! Además yo ni lo conozco, a ver ¿qué tal si me quiere ver la cara?–
–¡Cómo le voy a ver la cara si estoy debajo de la cama!–
–¿Bueno, me va a dejar quedar o qué?–
–Le digo mañana porque ahorita estoy vestido de pájaro y no puedo hablar.–
Rosa se quedó asomada unos minutos con la cabeza punzando. No veía nada. No escuchaba nada. Manoteó un poco en el espacio oscuro, pero no encontró nada. Subió lentamente la cabeza para no marearse. Escuchó el canto de los pájaros, más fuerte que otros días. Volvió a recostarse junto al chico de los ojos lindos y le dijo suavecito:
–Yo creo que nos dejaron quedarnos, ya cantaron los pájaros y no desaparecimos.–

Cerraron los ojos y durmieron abrazados hasta que los pájaros salieron volando por debajo de la cama.