Soñé que me
moría.
Veía mi cuerpo
pálido recostado en una mesa de madera.
Soñé que volaba.
Y mientras batía
mis alas,
mi cuerpo yacía
sin vida bajo mi mirada.
Estiraba los
brazos intentando tocar mis mejillas.
Tomar mi propia
cabeza entre las manos.
Darme
respiración de boca a boca.
Pero no lograba
bajar el vuelo.
Zumbaba.
Era yo con la
cabeza monstruosa de una libélula.
Con unas alas
hermosas,
translúcidas,
sonoras.
Nunca pude bajar
a tierra.
Ya estaba
muerta.
Y ahora era
insecto.
Volaba.
La disyuntiva
era si dejar ese cuerpo inerte ahí y seguir el vuelo,
O intentar bajar
a tocarlo,
sentirlo,
amarlo,
revivirlo.
Escuchaba la voz
de mi abuela.
Los sollozos de
mi madre.
El silencio de
mi padre.
Los gritos de mi
hermana.
Las órdenes de
mi tío.
Y yo volaba.
Estática, pero volaba.
Tenía las alas y
las patas llenas de telarañas.
Hasta que
llegaron unas manos gigantes.
Me sostuvieron
con firmeza.
No me soltaron.
Me quitaron las
telarañas.
Mientras yo
batía mis alas sin parar.
Tratando de
escapar de la incertidumbre.
Del peligro.
Abría mi boca de
libélula-monstruo.
Intentaba morder
las manos que me liberaban.
Hasta que me
soltaron.
Me dejaron ir.
Sin más reparos.
Volé.
Me fui lejos.
A las nubes con
lluvia.
A la montaña
frente al mar.
Ahí donde todo
se renueva.
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