jueves, octubre 19

Libélula. Ana Paulina Gutiérrez


Soñé que me moría.
Veía mi cuerpo pálido recostado en una mesa de madera.

Soñé que volaba.
Y mientras batía mis alas,
mi cuerpo yacía sin vida bajo mi mirada.

Estiraba los brazos intentando tocar mis mejillas.
Tomar mi propia cabeza entre las manos.
Darme respiración de boca a boca.



Pero no lograba bajar el vuelo.
Zumbaba.
Era yo con la cabeza monstruosa de una libélula.
Con unas alas hermosas,
translúcidas,
sonoras.

Nunca pude bajar a tierra.
Ya estaba muerta.
Y ahora era insecto.

Volaba.

La disyuntiva era si dejar ese cuerpo inerte ahí y seguir el vuelo,
O intentar bajar a tocarlo,
sentirlo,
amarlo,
revivirlo.

Escuchaba la voz de mi abuela.
Los sollozos de mi madre.
El silencio de mi padre.
Los gritos de mi hermana.
Las órdenes de mi tío.

Y yo volaba.
Estática, pero volaba.
Tenía las alas y las patas llenas de telarañas.

Hasta que llegaron unas manos gigantes.
Me sostuvieron
con firmeza.
No me soltaron.
Me quitaron las telarañas.
Mientras yo batía mis alas sin parar.
Tratando de escapar de la incertidumbre.
Del peligro.
Abría mi boca de libélula-monstruo.
Intentaba morder las manos que me liberaban.
Hasta que me soltaron.
Me dejaron ir.

Sin más reparos.
Volé.

Me fui lejos.
A las nubes con lluvia.
A la montaña frente al mar.
Ahí donde todo se renueva.



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