lunes, abril 18

Reina maple. Ana Paulina Gutiérrez*

Atravesó el lugar con pasos húmedos y sonoros. Su silueta grande y perfecta quebró el aire viciado y saturado por los cuerpos vaporosos que se congregaban ahí, huyendo de la lluvia. Antes que ella, había un viejo esperando mesa. La pelirroja no lo notó y se adelantó ocupando la única disponible. El mesero la recibió con una sonrisa tan grande que parecía haberse sacado la lotería. Su primera conquista. ¿O acaso la primera fui yo? La noté desde el momento que puso la primera de sus zapatillas de princesa gitana en el piso enlodado del restaurante. Me perdí en su cabello rojo. Caoba de ensueño, “Pelo de yegua pura sangre”, pensé. Se sentó en un rincón, junto al frigorífico. Apenas y cabía ahí. Recordé el pasaje de Alicia en el país de las maravillas, cuando crece tanto que sus brazos y sus piernas salen por puertas y ventanas. “¡Alicia! ¡Qué hermosa es!”, pensé. El viejo refunfuñó mientras esperaba que otros desocuparan otra mesa. No fue capaz de decir una sola palabra, cedió su turno a Alicia. La odiaba pero no dejaba de mirarla en silencio, con deseo.
Los meseros comenzaron a desfilar a su alrededor, entre risas cómplices y miradas lujuriosas que Alicia ni siquiera notaba. Un proveedor que esperaba el pago en la caja la miraba con los ojos desorbitados. Quería estar dentro de ella. ¡Seguro! Se acercaba como si pudiera penetrarla con la mirada. Ella conversaba con él sin ningún problema, haciendo crecer el deseo del hombre, infinitamente feo y excitado. Por un momento pensé que ella lo notaría y le daría un golpe seco. O quizá se lo comería, abriendo su boca carnosa, anaranjada en color y perfume. Pero no, simplemente se cerró un poco el cierre de la chaqueta y giró hacia el mesero para ordenar. Su voz gitana me atrapó y me llevó volando a los jardines de la Alhambra. Logré sentir los vientos fresquitos de la mañana y el olor a flores. ¿Será andaluza?
Ella se arreglaba el cabello mientras se acomodaba en la silla. Por un instante nuestras miradas se encontraron y me di cuenta que un segundo antes estaba mirándole las tetas. Me avergoncé, pero no pude dejar de mirar. A ella pareció gustarle la idea y se quitó la chaqueta de cuero negra. “¡Pero qué calor!” Eso fue un flechazo de cupido, un arponazo directo al corazón paralizado. Una puñalada a traición. Estaba ahí la mujer de mis sueños. La pelirroja de Grenouille, con esa piel lechosa, con el olor de las flores y la grasa y con esa esencia única en el cabello rojo. En un segundo mi nariz estaba en su nuca, hundida en ese otoño absolutamente acariciable. Mis manos recorrían su espalda, comenzando por los hombros desnudos, solo cubiertos por las pecas que hacían de estrellas en un cielo totalmente blanco, apocalíptico. Trataba de atrapar su aroma con mi boca ansiosa, la nariz no me alcanzaba. Mi lengua descubrió que su piel sabía a miel de maple. ¡Claro! Eso era, un maple, una reina de maple. Me perdí en su cuello, lo llené de besos húmedos y mordidas desesperadas hasta erosionarlo. Mis manos ahora estaban en esas tetas que me habían llamado bajo la blusa de algodón casi transparente. Eran perfectas, un sueño. No pude esperar más y comencé a besarlas, también sabían a maple. Ella me miraba con sus ojos almendrados, y de pronto se convirtió en una vikinga. Tomó mi cabeza entre sus manos y me besó con una suavidad irreal. Parecía conocer mis labios desde hace siglos. Su boca también sabía a maple y a azahares. Movía su cuerpo como agitada por el viento, tirando flores y perfumando el aire a cientos de kilómetros. Me había tomado en sus brazos-ramas y me mecía a su ritmo. Al ritmo de los maples otoñales.
De pronto escuché una voz “¿Arroz o spaguetti?” Me encontré con la cara del mesero sonriente. No se imaginaba la tragedia que había provocado. Él solo hacía su labor. Irrumpió en mi sueño otoñal rompiéndolo en millones de fragmentos irrecuperables. La gitana seguía ahí, junto al frigorífico, con su chaqueta de cuero, sus vaqueros y sus zapatillas de princesa, devorando unos tacos y escurriendo salsa por las comisuras de los labios mientras hablaba de cerquita con el hombre feo de la barra. Se había convertido en un dragón. Ya no era más mi Alicia, ni tampoco la vikinga que me mecía en sus brazos de árbol rojo. Había dejado de ser la reina maple y no volvería a serlo.
* Imagen de Gladys Fretes

sábado, abril 9

El dedo. Ana Paulina Gutiérrez*



Se pasó toda la noche observando su dedo. Pensaba cuánto tiempo le hubiera llevado a él crear un objeto así, con esas arruguitas en la panza que lo hacían ver tan cómico, tan poco sensual. El camuflaje perfecto. Cuántas noches habría pasado en vela para darle esa forma alargada y esos movimientos: de arriba abajo, de lado a lado, en círculos. Cuántos bocetos habría tenido que hacer para llenarlo de venas, de tendones, de huesos. Para forrarlo con piel. No sabía si existía un dios, pero sabía que la idea del índice era magnífica. Quién lo había creado era un genio. ¡Todo lo que podía hacer ese dedo! Era una maravilla.

Tenía diez dedos en las manos, sí, pero el índice de la mano derecha era insuperable. Lo sabía ahora más que nunca, después de haber estado jugando dentro de la vagina de Ángela. No es que no lo hubiera hecho antes con otras mujeres, pero lo de hace un rato había sido magia. Ángela tenía una potencia sexual increíble, bastaba con que lo mirara a los ojos para que él se encendiera y se clavara a mordidas en su cuello largo. Ángela era tan receptiva a sus caricias que él se olvidaba de su propio cuerpo cuando hacían el amor. El placer estaba en ella, en su piel suave, color miel, en esas formas redondas que se movían en la cama como reptando. Le fascinaba la sensación de enredarse en sus piernas largas, para después abrirlas con suavidad, y encontrarse con ese sexo dulce que lo hacía perderse. Era como un mar cálido en dónde sólo se escuchaba la voz de la sirena, mientras él recorría sus labios con la lengua, hacía círculos imparables en el clítoris, apretaba los muslos con sus manos ásperas. Siempre era un placer, siempre. Pero ayer sucedió algo que lo llevó al límite.

Comenzó a tocar apenas con las puntas de los dedos las ingles de Ángela y por segundos abandonaba el clítoris para besar y lamer la piel erizada del abdomen. Era como conquistar territorios, volverse poderoso en el sometimiento ritual de la sirena. Fue sumergiendo su dedo índice en la vagina cálida de Ángela, al mismo tiempo que chupaba suavemente su clítoris. Ángela comenzó a mover el pubis mientras sus manos se perdían en la cabellera de Diego. Apretaba su cabeza en un gesto de amor, pero también como una orden para que no se detuviera. Gemía como una sirena-bruja. Cerraba los ojos y se retorcía como una serpiente. Los movimientos del dedo se hicieron más intensos dentro de aquella vagina ahora ardiente e inundada. Diego levantaba la mirada de vez en cuando para encontrarse con la imagen ultra afrodisiaca del rostro agonizante de Ángela.

De pronto sintió otro dedo índice cerca de su boca. Era el de Ángela. Ahora ese dedo también reptaba sobre el terreno que Diego suponía conquistado. Se metió dentro de su boca, toco su lengua en movimiento, toco el clítoris hinchado y húmedo y después fue bajando despacio para meterse en la vagina y encontrarse con el otro índice ahí dentro. Diego estaba atónito. Tenía la erección más grande en la historia de la humanidad. De pronto dejó de mover su dedo, se sintió pequeño frente al acto heroico de Ángela. Pero ella con una pericia increíble, enganchó su dedo al de Diego y comenzó a acariciarlo. Bailaban un tango ahí dentro. Los gemidos de Ángela invadieron el cuarto, la casa, el edificio, el barrio. Diego no podía parar de darle placer y su pene seguía creciendo, iba detrás de los gemidos de Ángela. Se ahogaron juntos en un grito jamás escuchado. Agotados cerraron los ojos y se quedaron dormidos con los dedos enganchados ahí dentro. Cuando Diego despertó, Ángela se había ido. Pero había dejado su perfume impregnado en su índice, como un regalo. Y entonces él, se pasó toda la noche observando su dedo.

*Oleo de He Hua

miércoles, abril 6

Historia del ojo (continuación). Georges Bataille. 1928.

II-EL ARMARIO NORMANDO

A partir de esa época, Simona contrajo la manía de quebrar huevos con  su  culo.  Para  hacerlo  se  colocaba  sobre  un  sofá  del  salón,  con  la cabeza  sobre  el  asiento  y  la  espalda  contra  el  respaldo,  las  piernas apuntando  hacia  mí,  que  me  masturbaba  para  echarle  mi  esperma sobre la cara. Colocaba entonces el huevo justo encima del agujero del
culo y se divertía haciéndolo entrar con agilidad en la división profunda de sus nalgas. En el momento en que el semen empezaba a caer y a regarse  por  sus  ojos,  las  nalgas  se  cerraban,  cascaban  el  huevo  y  ella gozaba mientras yo me ensuciaba el rostro con la abundante salpicadura que salía de su culo.

Muy pronto, como era lógico, su madre que podía entrar en el salón de la casa en cualquier momento, sorprendió este manejo poco común; esta  mujer  extraordinariamente  buena,  de  vida  ejemplar,  se  contentó con asistir al juego sin decir palabra la primera vez que nos sorprendió en el acto, a tal punto que no nos dimos cuenta de su presencia. Supongo  que  estaba  demasiado  aterrada  para  hablar.  Pero  cuando terminamos  y  empezamos  a  ordenar  un  poco  el  desastre,  la  vimos parada en el umbral de la puerta.

—Haz  como  si  no  hubiera  nadie,  me  dijo  Simona  y  continuó  limpiándose el culo.

Y en efecto, salimos tan tranquilamente como si se hubiese reducido a estado de retrato de familia. 

Algunos días más tarde, Simona hacía gimnasia conmigo en las vigas de una cochera, y orinó sobre su madre, que había tenido la desgracia de detenerse sin verla: la triste viuda se apartó de ese lugar y nos miró con unos ojos tan tristes y una expresión tan desesperada que impulsó nuestros  juegos.  Simona,  muerta  de  risa  y  a  cuatro  patas  sobre  las vigas,  expuso  su  culo  frente  a  mi  rostro:  se  lo  abrí  totalmente  y  me masturbé al mirarla.

Durante más de una semana dejamos de ver a Marcela, hasta que un día la encontramos en la calle. Esta joven rubia, tímida e ingenuamente piadosa,  se  sonrojó  tan  profundamente  al  vernos  que  Simona  la  besó con ternura maravillosa.

—Le pido perdón, Marcela, le dijo en voz baja, lo que sucedió el otro día fue absurdo, pero no debe impedir que seamos amigos. Le prometo que ya no trataremos de tocarla. Marcela carecía totalmente de voluntad; aceptó acompañarnos para merendar  con  nosotros  y  algunos  amigos.  Pero  en  lugar de  té, bebimos champaña helado en abundancia.

Ver  a  Marcela  sonrojada  nos  había  trastornado  por  completo.  Nos habíamos  comprendido  Simona  y  yo,  y  a  partir  de  ese  momento supimos que nada nos haría detenernos sino hasta cumplir con nuestros  planes.  Además  de  Marcela  estaban  allí  otras  tres  muchachas hermosas y dos jóvenes el mayor de los ocho no tenía todavía diecisiete años y la bebida había producido un cierto efecto pero aparte de mí y de  Simona  nadie  se  había  excitado  como  planeábamos.  Un  fonógrafo nos sacó del problema. Simona empezó a bailar un chárleston frenético y mostró hasta el culo sus piernas, y las otras jóvenes invitadas a bailar de  la  misma  manera  estaban  demasiado  excitadas  para  preocuparse.

Llevaban, claro, calzones, pero movían tanto el culo que no escondían gran cosa. Sólo Marcela, ebria y silenciosa, se negó a danzar. Finalmente,  Simona,  que  pretendía  estar  absolutamente  borracha, tomó un mantel y levantándolo con la mano propuso una apuesta.

—Apuesto, dijo, a que hago pipí en el mantel frente a todo el mundo.

Se trataba, en principio, de una ridícula reunión de jovenzuelos por lo general habladores y pretenciosos. Uno de los muchachos la desafió y la apuesta se fijó a discreción... es evidente que Simona no dudó un solo instante y empapó el mantel. Pero este acto alucinante la conmovió  visiblemente  hasta  la  médula,  tanto  que  todos  los  jovenzuelos
empezaron a jadear.

—Puesto que es a discreción, dijo Simona al perdedor, voy a quitarte el  pantalón  ante  todo  el  mundo.  Esto  lo  hizo  sin  ninguna  dificultad. Una  vez  que  le  quitó  el  pantalón,  Simona  le  quitó  también  la  camisa (para  evitar  que  hiciese  el  ridículo).  Sin  embargo  no  había  pasado todavía  nada  grave:  Simona  apenas había acariciado ligeramente a su
joven  amigo  totalmente  embelesado,  borracho  y  desnudo.  Pero  ella sólo pensaba en Marcela que desde hacía algún rato me suplicaba que la dejara partir.

—Le prometimos que no la tocaríamos, Marcela, ¿por qué se quiere ir?, le pregunté.

—Porque sí, respondía con obstinación, al tiempo que una violenta cólera se apoderaba poco a poco de ella.

De repente Simona cayó en el piso con gran terror de los demás. Una convulsión cada vez más fuerte la agitaba, tenía las ropas en desorden, el culo al aire, como si tuviese un ataque de epilepsia, y al rodar a los pies  del  muchacho  que  había  desvestido,  pronunciaba  palabras  casi desarticuladas: “méame encima... méame en el culo”... repetía como si tuviera sed.

Marcela miraba este espectáculo con fijeza: se había puesto de color carmesí. Entonces me dijo, sin siquiera mirarme, que quería quitarse el vestido;  yo  se  lo  arranqué  a  medias,  y  luego  su  ropa  interior;  sólo conservó  sus  medias  y  su  liguero,  y  habiéndose  dejado  masturbar  y besar en la boca por mí, atravesó el cuarto como una sonámbula para alcanzar un gran armario normando donde se encerró después de haber murmurado algunas palabras a la oreja de Simona.

Quería masturbarse en el armario y nos suplicaba que la dejáramos tranquila. Hay  que  advertir  que  todos  estábamos  muy  borrachos  y  completamente trastornados por lo que había pasado. El muchacho desnudo se la hacía mamar por una joven. Simona, de pie, y con las faldas alzadas, frotaba su culo desnudo contra el armario en movimiento en donde se oía  a  la  muchacha  masturbarse  con  un  jadeo  brutal.  Y  de  repente sucedió  una  cosa increíble:  un  extraño  ruido  de  agua  seguido  de  la aparición  de  un  hilo  y  luego  de  un  chorro  de  agua  por  debajo  de  la puerta  del  armario:  la  desgraciada  Marcela  orinaba  dentro,  al  tiempo que  se  masturbaba.  La  carcajada  absolutamente  ebria  que  siguió
degeneró  rápidamente  en  una  orgía  con  caída  de  cuerpos,  piernas  y culos al aire, faldas mojadas y semen. Las risas se producían como un hipo  involuntario  e  imbécil,  sin  lograr  interrumpir  una  oleada  brutal dirigida hacia los culos y las vergas. Marcela, solitaria y triste, encerrada en el orinal convertido en prisión, empezó a sollozar cada vez más fuertemente.

Media hora después empezó a pasarme la borrachera y se me ocurrió sacar a Marcela del armario: la desgraciada joven, totalmente desnuda, había  caído  en  un  estado  terrible.  Temblaba  y  tiritaba  de  frío.  Desde que me vio manifestó un terror enfermizo aunque violento. Por lo demás, yo estaba pálido, más o menos ensangrentado y vestido estrafalariamente. Atrás de mí, yacían, casi inertes y en un desorden inefable, varios  cuerpos  escandalosamente  desnudos  y  enfermos.  Durante  la orgía se nos habían clavado pedazos de vidrio que nos habían ensangrentado  a  dos  de  nosotros;  una  muchacha  vomitaba;  además  todos caíamos  de  repente  en  espasmos  de  risa  loca,  tan  desencadenada  que algunos  habían  mojado  su  ropa,  otros  su  asiento  y  otros  el  suelo. 

De allí salía un olor de sangre, de esperma, de orina y de vómito que casi me  hizo  recular  de  terror;  pero  el  grito  inhumano  que  desgarró  la garganta de Marcela fue todavía más terrorífico. Debo decir sin embargo que, en ese mismo momento, Simona dormía tranquilamente, con el vientre  al  aire,  la  mano  detenida  todavía  sobre  el  vello  del  pubis  y  el rostro apacible y casi sonriente.

Marcela, que se había precipitado a través del cuarto tambaleándose y gritando como si gruñera, me miró de nuevo: retrocedió como si yo fuera  un  espectro  espantoso  que  apareciera  en  una  pesadilla,  y  se desplomó  dejando  oír  una  secuela  de  aullidos  cada  vez  más  inhumanos.

Cosa curiosa; ese incidente me devolvió el valor. Alguien iba a venir, era  inevitable;  pero  no  pensé  ni  un  instante  en  huir  o  en  acallar  el escándalo. Al contrario, con resolución abrí la puerta. ¡Oh, espectáculo y  gozo  inusitados!  ¡Es  fácil  imaginar  las  exclamaciones  de  horror,  los gritos desesperados,  las  amenazas  desproporcionadas  de  los  padres al entrar en la habitación! Con gritos incendiarios e imprecaciones espasmódicas  mencionaron  la  cárcel,  el  cadalso  y  los  tribunales; nuestros propios camaradas se habían puesto a gritar y a sollozar hasta producir un ruido delirante de gritos y lágrimas: se diría que los habían
incendiado y que eran antorchas vivas. Simona gozaba conmigo. Y sin embargo, ¡qué atrocidad! Nada podía dar fin al delirio tragicómico  de  esos  dementes;  Marcela,  que  seguía  desnuda,  expresaba,  a medida que gesticulaba, y entre gritos de dolor, un sufrimiento moral y un terror imposible de soportar; vimos cómo mordía a su madre en el
rostro y se movía entre los brazos que intentaban dominarla en vano.

En efecto, la irrupción de los padres había acabado de destruir lo que le  quedaba  de  razón;  para  terminar  se  llamó  a  la  policía  y  todos  los vecinos fueron testigos del inaudito escándalo.

domingo, abril 3

Rayuela. Capítulo 7. Julio Cortázar, 1963.

Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca
que  deseo,  la  boca  que  mi  mano  elige  y  te  dibuja  en  la  cara,  una  boca  elegida entre todas, con soberana libertad elegida por mí para dibujarla con mi mano en tu cara, y que por un azar que no busco comprender coincide exactamente con tu boca que sonríe por debajo de la que mi mano te dibuja.


Me  miras,  de  cerca  me  miras,  cada  vez  más  de  cerca  y  entonces  jugamos  al cíclope,  nos  miramos  cada  vez  más  de  cerca  y  los  ojos  se  agrandan,  se  acercan entre sí, se superponen y los cíclopes se miran, respirando confundidos, las bocas se encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose con los labios, apoyando apenas la lengua en los dientes, jugando en sus recintos donde un aire pesado va y viene con un perfume viejo y un silencio. Entonces mis manos buscan hundirse en tu pelo, acariciar lentamente la profundidad de tu pelo mientras nos besamos como si  tuviéramos  la  boca  llena  de  flores  o  de  peces,  de  movimientos  vivos,  de
fragancia oscura. Y si nos mordemos el dolor es dulce, y si nos ahogamos en un breve y terrible absorber simultáneo del aliento, esa instantánea muerte es bella. Y  hay  una  sola  saliva  y  un  solo  sabor  a  fruta  madura,  y  yo  te  siento  temblar contra mí como una luna en el agua.