Ella se arreglaba el cabello mientras se acomodaba en la silla. Por un instante nuestras miradas se encontraron y me di cuenta que un segundo antes estaba mirándole las tetas. Me avergoncé, pero no pude dejar de mirar. A ella pareció gustarle la idea y se quitó la chaqueta de cuero negra. “¡Pero qué calor!” Eso fue un flechazo de cupido, un arponazo directo al corazón paralizado. Una puñalada a traición. Estaba ahí la mujer de mis sueños. La pelirroja de Grenouille, con esa piel lechosa, con el olor de las flores y la grasa y con esa esencia única en el cabello rojo. En un segundo mi nariz estaba en su nuca, hundida en ese otoño absolutamente acariciable. Mis manos recorrían su espalda, comenzando por los hombros desnudos, solo cubiertos por las pecas que hacían de estrellas en un cielo totalmente blanco, apocalíptico. Trataba de atrapar su aroma con mi boca ansiosa, la nariz no me alcanzaba. Mi lengua descubrió que su piel sabía a miel de maple. ¡Claro! Eso era, un maple, una reina de maple. Me perdí en su cuello, lo llené de besos húmedos y mordidas desesperadas hasta erosionarlo. Mis manos ahora estaban en esas tetas que me habían llamado bajo la blusa de algodón casi transparente. Eran perfectas, un sueño. No pude esperar más y comencé a besarlas, también sabían a maple. Ella me miraba con sus ojos almendrados, y de pronto se convirtió en una vikinga. Tomó mi cabeza entre sus manos y me besó con una suavidad irreal. Parecía conocer mis labios desde hace siglos. Su boca también sabía a maple y a azahares. Movía su cuerpo como agitada por el viento, tirando flores y perfumando el aire a cientos de kilómetros. Me había tomado en sus brazos-ramas y me mecía a su ritmo. Al ritmo de los maples otoñales.
De pronto escuché una voz “¿Arroz o spaguetti?” Me encontré con la cara del mesero sonriente. No se imaginaba la tragedia que había provocado. Él solo hacía su labor. Irrumpió en mi sueño otoñal rompiéndolo en millones de fragmentos irrecuperables. La gitana seguía ahí, junto al frigorífico, con su chaqueta de cuero, sus vaqueros y sus zapatillas de princesa, devorando unos tacos y escurriendo salsa por las comisuras de los labios mientras hablaba de cerquita con el hombre feo de la barra. Se había convertido en un dragón. Ya no era más mi Alicia, ni tampoco la vikinga que me mecía en sus brazos de árbol rojo. Había dejado de ser la reina maple y no volvería a serlo.
* Imagen de Gladys Fretes