domingo, abril 3

Rayuela. Capítulo 7. Julio Cortázar, 1963.

Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca
que  deseo,  la  boca  que  mi  mano  elige  y  te  dibuja  en  la  cara,  una  boca  elegida entre todas, con soberana libertad elegida por mí para dibujarla con mi mano en tu cara, y que por un azar que no busco comprender coincide exactamente con tu boca que sonríe por debajo de la que mi mano te dibuja.


Me  miras,  de  cerca  me  miras,  cada  vez  más  de  cerca  y  entonces  jugamos  al cíclope,  nos  miramos  cada  vez  más  de  cerca  y  los  ojos  se  agrandan,  se  acercan entre sí, se superponen y los cíclopes se miran, respirando confundidos, las bocas se encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose con los labios, apoyando apenas la lengua en los dientes, jugando en sus recintos donde un aire pesado va y viene con un perfume viejo y un silencio. Entonces mis manos buscan hundirse en tu pelo, acariciar lentamente la profundidad de tu pelo mientras nos besamos como si  tuviéramos  la  boca  llena  de  flores  o  de  peces,  de  movimientos  vivos,  de
fragancia oscura. Y si nos mordemos el dolor es dulce, y si nos ahogamos en un breve y terrible absorber simultáneo del aliento, esa instantánea muerte es bella. Y  hay  una  sola  saliva  y  un  solo  sabor  a  fruta  madura,  y  yo  te  siento  temblar contra mí como una luna en el agua.

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