Se pasó toda la noche observando su dedo. Pensaba
cuánto tiempo le hubiera llevado a él crear un objeto así, con esas arruguitas
en la panza que lo hacían ver tan cómico, tan poco sensual. El camuflaje
perfecto. Cuántas noches habría pasado en vela para darle esa forma alargada y
esos movimientos: de arriba abajo, de lado a lado, en círculos. Cuántos bocetos
habría tenido que hacer para llenarlo de venas, de tendones, de huesos. Para
forrarlo con piel. No sabía si existía un dios, pero sabía que la idea del
índice era magnífica. Quién lo había creado era un genio. ¡Todo lo que podía
hacer ese dedo! Era una maravilla.
Tenía diez dedos en las manos, sí, pero el índice de
la mano derecha era insuperable. Lo sabía ahora más que nunca, después de haber
estado jugando dentro de la vagina de Ángela. No es que no lo hubiera hecho
antes con otras mujeres, pero lo de hace un rato había sido magia. Ángela tenía
una potencia sexual increíble, bastaba con que lo mirara a los ojos para que él
se encendiera y se clavara a mordidas en su cuello largo. Ángela era tan
receptiva a sus caricias que él se olvidaba de su propio cuerpo cuando hacían
el amor. El placer estaba en ella, en su piel suave, color miel, en esas formas
redondas que se movían en la cama como reptando. Le fascinaba la sensación de
enredarse en sus piernas largas, para después abrirlas con suavidad, y
encontrarse con ese sexo dulce que lo hacía perderse. Era como un mar cálido en
dónde sólo se escuchaba la voz de la sirena, mientras él recorría sus labios
con la lengua, hacía círculos imparables en el clítoris, apretaba los muslos
con sus manos ásperas. Siempre era un placer, siempre. Pero ayer sucedió algo
que lo llevó al límite.
Comenzó a tocar apenas con las puntas de los dedos
las ingles de Ángela y por segundos abandonaba el clítoris para besar y lamer
la piel erizada del abdomen. Era como conquistar territorios, volverse poderoso
en el sometimiento ritual de la sirena. Fue sumergiendo su dedo índice en la
vagina cálida de Ángela, al mismo tiempo que chupaba suavemente su clítoris.
Ángela comenzó a mover el pubis mientras sus manos se perdían en la cabellera
de Diego. Apretaba su cabeza en un gesto de amor, pero también como una orden
para que no se detuviera. Gemía como una sirena-bruja. Cerraba los ojos y se
retorcía como una serpiente. Los movimientos del dedo se hicieron más intensos
dentro de aquella vagina ahora ardiente e inundada. Diego levantaba la mirada
de vez en cuando para encontrarse con la imagen ultra afrodisiaca del rostro
agonizante de Ángela.
De pronto sintió otro dedo índice cerca de su boca.
Era el de Ángela. Ahora ese dedo también reptaba sobre el terreno que Diego
suponía conquistado. Se metió dentro de su boca, toco su lengua en movimiento,
toco el clítoris hinchado y húmedo y después fue bajando despacio para meterse
en la vagina y encontrarse con el otro índice ahí dentro. Diego estaba atónito.
Tenía la erección más grande en la historia de la humanidad. De pronto dejó de
mover su dedo, se sintió pequeño frente al acto heroico de Ángela. Pero ella
con una pericia increíble, enganchó su dedo al de Diego y comenzó a
acariciarlo. Bailaban un tango ahí dentro. Los gemidos de Ángela invadieron el
cuarto, la casa, el edificio, el barrio. Diego no podía parar de darle placer y
su pene seguía creciendo, iba detrás de los gemidos de Ángela. Se ahogaron
juntos en un grito jamás escuchado. Agotados cerraron los ojos y se quedaron
dormidos con los dedos enganchados ahí dentro. Cuando Diego despertó, Ángela se
había ido. Pero había dejado su perfume impregnado en su índice, como un
regalo. Y entonces él, se pasó toda la noche observando su dedo.
Ah muy bueno y cachondo!!!
ResponderEliminarhermoso, felicidades!
ResponderEliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
EliminarREDONDO
ResponderEliminarBello, lo disfrutamos mucho mi chica y yo
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