domingo, noviembre 19

R. de Ana Paulina Gutiérrez

Niteroi, Brasil. APGM.


Recuerdo que mi abuela decía que había que permanecer con quien te amara. Que no teníamos que hacer mucho caso a esas pasiones que te enloquecen y te hacen perder el juicio. Yo no entendía nada entonces. Pero me gustaba escucharla.

Decía que era mucho mejor fijarse en quien te amaba. Pero tampoco de una manera desenfrenada. Si no en esa persona que te mira lindo cuando haces cualquier acto cotidiano, como servirte el café, estornudar, reír a carcajadas. Decía que la forma en que alguien te mira o te responde una pregunta tonta es la clave para invertir las emociones. Decía que quien te ama es quien cuida no causarte ninguna tristeza. Ningún pesar. Ninguna vergüenza. Quien te ama está cerca. Y cuando uno descubre eso, puede enamorarse de esa persona en poco tiempo. Profundamente. Sin locuras. Como dos amigos cómplices que comparten el mismo pedazo de mundo.

Pero decía que pocos son los afortunados que entienden el amor de esta manera. Como una amistad con un misterio cómplice de por medio.

A mi abuela la casaron. Ella no amaba a mi abuelo. Siempre estuvo enamorada de otro hombre. De R. Un chico muy guapo que usaba una boina y un chaleco y que cada vez que la nombraba sonreía y abría los ojos más de lo normal. Además olía a miel.

Él le contaba cuentos. Cuando mi abuela se quedaba en el patio cuidando a sus hermanas, el chico en cuestión se sentaba frente a ella y después de pedirle permiso para acercarse, comenzaba a inventarle historias que la hacían sonreír.

Un día la encontró llorando. La sonrisa de siempre se convirtió en pena. Se abrazaron. Contra las normas de decencia de esa época, porque justo la noticia triste es que mi abuela estaba ahora comprometida. Fue el único momento en que estuvieron cuerpo a cuerpo. Después de eso a mi abuela la casaron. Y siguió viendo a R. Hasta que él se fue a vivir a otra ciudad. Siempre que pudieron se sonrieron y se amaron. Algunas veces hablaron por teléfono a escondidas. Fueron personas que se encontraron, que hicieron historia juntos. Y defendieron eso en la forma en que se relataban. Al menos mi abuela.


Creo que ella lo amó hasta que murió, cuando me recordó por última vez la importancia de tratar a las personas como personas completas que embellecen nuestras vidas con su cercanía.

jueves, noviembre 16

Hacerte cuento. Ana Paulina Gutiérrez.



Si tuviéramos tiempo te escribiría de pies a cabeza. Tendría cuidado de no olvidar las tildes de tus pestañas y los silencios de tu sonrisa.

Regresaría una y otra vez a los puntos de tu espalda y los reacomodaría en el resto de tu cuerpo.

Formaría constelaciones en tus antebrazos, en tus corvas y en las plantas de tus pies.

Haría una novela sobre el cometa debajo tu pecho.

Las comas las usaría como respiros entre besos.

Te quitaría algunas consonantes y te pondría más vocales, como la E y la I.

La S me serviría para recorrerte en las noches y tardarme más en llegar a tu boca.

Te daría besos en cursivas.
Te mordería en minúsculas.
Te acariciaría en mayúsculas.

La H la usaría para callar tus ronquidos y la D de dedo para Hacernos reír.

El punto y las comillas, que siempre te traen a mi mente, los usaría para decirte "Te quiero."

Sin miedo.

Borraría los signos de interrogación y los convertiría en exclamaciones prolongadas.
Interminables.
Cómplices.

Usaría tinta transparente para que combinara con tus ojos. Con el frío.

Conjugaría sólo en presente.
Los imperativos darían risa.

Los puntos suspensivos servirían sólo para comer pan con queso y frutas.

A falta de tiempo, te guardo en el fondo del cajón.
Para un día, sí hacerte cuento.


lunes, octubre 30

Pulsión. Ana Paulina Gutiérrez

Mar de Mermejita
Foto APGM


Yo nunca podría ser una persona suicida porque no me gusta importunar a la gente.
No es que a veces no haya pensado en quitarme la vida.
Muchas veces he fantaseado con la forma en que lo haría.

A veces hasta me parece gracioso.

Otras ha sido tremendamente desolador.
Sobre todo porque me he dado cuenta que nunca podría hacerlo.

Y es que fui criada para evitar el conflicto.
Me hicieron priorizar el no incomodar a las personas.
Me educaron para aliviar el dolor de los demás.

Cuidar del otro.

Y podría parecer una virtud.
Pero no.
Es una carga.

Ni siquiera me doy cuenta cuando ya estoy arreglando lo desarreglado.
Lo desarreglo yo sola para después hacerme cargo.
Con tal de no incomodar al otro.

Pero a veces me doy cuenta.
Y juego del lado contrario.

Incomodo.

Y lo disfruto.

Me libero.

Construyo los detalles de la molestia.
Los veo moverse y dar resultado.

Como un pica-pica.
Como un azotador.
Como una piedra en el zapato.

Y recuerdo mi infancia.
Cuando me escondía en el clóset con mis libros y una lamparita.
Porque sabía que me buscaban.
Porque no estaba haciendo lo que debía.
Cuidar las emociones de todos.

Estaba conspirando.
Haciéndome yo.
Salía de ahí hasta que mi madre estaba desesperada.
Era un juego.

Dicen que los niños son inocentes.
Yo no recuerdo haberlo sido.
Sabía que incomodaba.
Después aprendí a no hacerlo.

A veces juego de nuevo.
Sólo que no me doy cuenta.
Hasta que algo me duele.
Porque me he convertido
en la piedra en el zapato.
En el azotador.
En el pica-pica.

Y ahora me incomodo a mí misma.
Para ver qué sale.
Y siempre sale algo.
Porque soy un río.
No.
Soy el mar.
Siempre en movimiento.
Nunca callada.
Siempre rugiendo.

A algún lado tienen que llevar estas mareas.



jueves, octubre 19

Libélula. Ana Paulina Gutiérrez


Soñé que me moría.
Veía mi cuerpo pálido recostado en una mesa de madera.

Soñé que volaba.
Y mientras batía mis alas,
mi cuerpo yacía sin vida bajo mi mirada.

Estiraba los brazos intentando tocar mis mejillas.
Tomar mi propia cabeza entre las manos.
Darme respiración de boca a boca.



Pero no lograba bajar el vuelo.
Zumbaba.
Era yo con la cabeza monstruosa de una libélula.
Con unas alas hermosas,
translúcidas,
sonoras.

Nunca pude bajar a tierra.
Ya estaba muerta.
Y ahora era insecto.

Volaba.

La disyuntiva era si dejar ese cuerpo inerte ahí y seguir el vuelo,
O intentar bajar a tocarlo,
sentirlo,
amarlo,
revivirlo.

Escuchaba la voz de mi abuela.
Los sollozos de mi madre.
El silencio de mi padre.
Los gritos de mi hermana.
Las órdenes de mi tío.

Y yo volaba.
Estática, pero volaba.
Tenía las alas y las patas llenas de telarañas.

Hasta que llegaron unas manos gigantes.
Me sostuvieron
con firmeza.
No me soltaron.
Me quitaron las telarañas.
Mientras yo batía mis alas sin parar.
Tratando de escapar de la incertidumbre.
Del peligro.
Abría mi boca de libélula-monstruo.
Intentaba morder las manos que me liberaban.
Hasta que me soltaron.
Me dejaron ir.

Sin más reparos.
Volé.

Me fui lejos.
A las nubes con lluvia.
A la montaña frente al mar.
Ahí donde todo se renueva.