lunes, octubre 30

Pulsión. Ana Paulina Gutiérrez

Mar de Mermejita
Foto APGM


Yo nunca podría ser una persona suicida porque no me gusta importunar a la gente.
No es que a veces no haya pensado en quitarme la vida.
Muchas veces he fantaseado con la forma en que lo haría.

A veces hasta me parece gracioso.

Otras ha sido tremendamente desolador.
Sobre todo porque me he dado cuenta que nunca podría hacerlo.

Y es que fui criada para evitar el conflicto.
Me hicieron priorizar el no incomodar a las personas.
Me educaron para aliviar el dolor de los demás.

Cuidar del otro.

Y podría parecer una virtud.
Pero no.
Es una carga.

Ni siquiera me doy cuenta cuando ya estoy arreglando lo desarreglado.
Lo desarreglo yo sola para después hacerme cargo.
Con tal de no incomodar al otro.

Pero a veces me doy cuenta.
Y juego del lado contrario.

Incomodo.

Y lo disfruto.

Me libero.

Construyo los detalles de la molestia.
Los veo moverse y dar resultado.

Como un pica-pica.
Como un azotador.
Como una piedra en el zapato.

Y recuerdo mi infancia.
Cuando me escondía en el clóset con mis libros y una lamparita.
Porque sabía que me buscaban.
Porque no estaba haciendo lo que debía.
Cuidar las emociones de todos.

Estaba conspirando.
Haciéndome yo.
Salía de ahí hasta que mi madre estaba desesperada.
Era un juego.

Dicen que los niños son inocentes.
Yo no recuerdo haberlo sido.
Sabía que incomodaba.
Después aprendí a no hacerlo.

A veces juego de nuevo.
Sólo que no me doy cuenta.
Hasta que algo me duele.
Porque me he convertido
en la piedra en el zapato.
En el azotador.
En el pica-pica.

Y ahora me incomodo a mí misma.
Para ver qué sale.
Y siempre sale algo.
Porque soy un río.
No.
Soy el mar.
Siempre en movimiento.
Nunca callada.
Siempre rugiendo.

A algún lado tienen que llevar estas mareas.



jueves, octubre 19

Libélula. Ana Paulina Gutiérrez


Soñé que me moría.
Veía mi cuerpo pálido recostado en una mesa de madera.

Soñé que volaba.
Y mientras batía mis alas,
mi cuerpo yacía sin vida bajo mi mirada.

Estiraba los brazos intentando tocar mis mejillas.
Tomar mi propia cabeza entre las manos.
Darme respiración de boca a boca.



Pero no lograba bajar el vuelo.
Zumbaba.
Era yo con la cabeza monstruosa de una libélula.
Con unas alas hermosas,
translúcidas,
sonoras.

Nunca pude bajar a tierra.
Ya estaba muerta.
Y ahora era insecto.

Volaba.

La disyuntiva era si dejar ese cuerpo inerte ahí y seguir el vuelo,
O intentar bajar a tocarlo,
sentirlo,
amarlo,
revivirlo.

Escuchaba la voz de mi abuela.
Los sollozos de mi madre.
El silencio de mi padre.
Los gritos de mi hermana.
Las órdenes de mi tío.

Y yo volaba.
Estática, pero volaba.
Tenía las alas y las patas llenas de telarañas.

Hasta que llegaron unas manos gigantes.
Me sostuvieron
con firmeza.
No me soltaron.
Me quitaron las telarañas.
Mientras yo batía mis alas sin parar.
Tratando de escapar de la incertidumbre.
Del peligro.
Abría mi boca de libélula-monstruo.
Intentaba morder las manos que me liberaban.
Hasta que me soltaron.
Me dejaron ir.

Sin más reparos.
Volé.

Me fui lejos.
A las nubes con lluvia.
A la montaña frente al mar.
Ahí donde todo se renueva.



lunes, octubre 9

Extrañar. Ana Paulina Gutiérrez



Extrañar a alguien es una experiencia ardua.
Sin importar las razones de la ausencia.
Lo que realmente pesa, es que la persona no está.
Punto.

No importa cuánto le pienses.
Tampoco cuánto desees que aparezca.
De hecho, hacer eso empeora todo.
Esa sensación de vacío permanece ahí.
Se aferra al diafragma con sus garritas afiladas.
No te suelta.

Hace unos meses extrañaba también.
La misma presencia.
Pero la sensación era completamente distinta.
“También se extraña bonito”, le decía a una amiga.
Eso sucede cuando sabes que estará de vuelta.
Que no hay peligro que amenace la posibilidad de abrazarle en breve.
De dejar ir sobre su cuerpo las emociones de la nostalgia.
Y transformarlas en alegría.
En goce.

Extrañar cuando la ausencia será permanente es una tragedia.
Tal vez en retrospectiva es una tormenta en vaso de agua.
Mientras se vive la experiencia de extrañar se respira con dificultad.
Se camina lento.
Se sueña pesado.

Soñamos a quien extrañamos porque somos incapaces de renunciar a su voz.
A su mirada.
A su cuerpo.
A su tacto.
A las respuestas.
Al vínculo.

Yo extraño cada segundo y cada milímetro de alguien a quien perdí hace tiempo.
Y no se va.
No sé la razón.

Mi analista sugiere que es por lo que representa.
Mi corazón dice que es por lo que yo soy con esa presencia cerca.
La realidad, cruda, sin mediaciones, parece decir que extraño porque no sé deshacer los nudos.
Y en los sueños, sigo tejiendo emociones.
Sigo jalando los hilos para mantener la memoria intacta.

Como si la ausencia nunca hubiera existido.