lunes, octubre 9

Extrañar. Ana Paulina Gutiérrez



Extrañar a alguien es una experiencia ardua.
Sin importar las razones de la ausencia.
Lo que realmente pesa, es que la persona no está.
Punto.

No importa cuánto le pienses.
Tampoco cuánto desees que aparezca.
De hecho, hacer eso empeora todo.
Esa sensación de vacío permanece ahí.
Se aferra al diafragma con sus garritas afiladas.
No te suelta.

Hace unos meses extrañaba también.
La misma presencia.
Pero la sensación era completamente distinta.
“También se extraña bonito”, le decía a una amiga.
Eso sucede cuando sabes que estará de vuelta.
Que no hay peligro que amenace la posibilidad de abrazarle en breve.
De dejar ir sobre su cuerpo las emociones de la nostalgia.
Y transformarlas en alegría.
En goce.

Extrañar cuando la ausencia será permanente es una tragedia.
Tal vez en retrospectiva es una tormenta en vaso de agua.
Mientras se vive la experiencia de extrañar se respira con dificultad.
Se camina lento.
Se sueña pesado.

Soñamos a quien extrañamos porque somos incapaces de renunciar a su voz.
A su mirada.
A su cuerpo.
A su tacto.
A las respuestas.
Al vínculo.

Yo extraño cada segundo y cada milímetro de alguien a quien perdí hace tiempo.
Y no se va.
No sé la razón.

Mi analista sugiere que es por lo que representa.
Mi corazón dice que es por lo que yo soy con esa presencia cerca.
La realidad, cruda, sin mediaciones, parece decir que extraño porque no sé deshacer los nudos.
Y en los sueños, sigo tejiendo emociones.
Sigo jalando los hilos para mantener la memoria intacta.

Como si la ausencia nunca hubiera existido.

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