Extrañar a alguien es una
experiencia ardua.
Sin importar las razones de la
ausencia.
Punto.
No importa cuánto le pienses.
Tampoco cuánto desees que aparezca.
De hecho, hacer eso empeora todo.
Esa sensación de vacío permanece ahí.
Se aferra al diafragma con sus
garritas afiladas.
No te suelta.
Hace unos meses extrañaba también.
La misma presencia.
Pero la sensación era completamente
distinta.
“También se extraña bonito”, le
decía a una amiga.
Eso sucede cuando sabes que
estará de vuelta.
Que no hay peligro que amenace la
posibilidad de abrazarle en breve.
De dejar ir sobre su cuerpo las
emociones de la nostalgia.
Y transformarlas en alegría.
En goce.
Extrañar cuando la ausencia
será permanente es una tragedia.
Tal vez en retrospectiva es una
tormenta en vaso de agua.
Mientras se vive la experiencia
de extrañar se respira con dificultad.
Se camina lento.
Se sueña pesado.
Soñamos a quien extrañamos porque
somos incapaces de renunciar a su voz.
A su mirada.
A su cuerpo.
A su tacto.
A las respuestas.
Al vínculo.
Yo extraño cada segundo y cada
milímetro de alguien a quien perdí hace tiempo.
Y no se va.
No sé la razón.
Mi analista sugiere que es por lo
que representa.
Mi corazón dice que es por lo que yo
soy con esa presencia cerca.
La realidad, cruda, sin mediaciones,
parece decir que extraño porque no sé deshacer los nudos.
Y en los sueños, sigo tejiendo
emociones.
Sigo jalando los hilos para mantener
la memoria intacta.
Como
si la ausencia nunca hubiera existido.
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