jueves, mayo 26

El enamorado. Leonora Carrington + *


http://www.youtube.com/watch?v=NDDc650j-zM
Paseando al anochecer por una callejuela, hurté un melón. El frutero, que estaba escondido detrás de sus frutas, me atrapó por el brazo: “Señorita, me dijo, hace cuarenta años que espero una ocasión como ésta. Cuarenta años que me la paso escondido detrás de esta pila de naranjas con la esperanza de que alguien me arrebate una fruta. Y le digo por qué: necesito hablar, necesito contar mi historia. Si usted no me escucha, la entregaré a la policía.”
“Le escucho”, dije yo.
Me tomó del brazo y me llevó al interior de su tienda entre frutas y legumbres. Pasamos por una puerta, al fondo, y llegamos a un cuarto. Había allí un lecho en el que hacía una mujer inmóvil y probablemente muerta. Me pareció que debía estar allí desde hacía mucho tiempo pues el lecho estaba todo cubierto de hierbas crecidas. “Lo riego todos lo días”, dijo el frutero con aire pensativo.
“En cuarenta años nunca he llegado a saber si estaba muerta o no. Nunca se ha movido, ni hablado, ni comido durante ese lapso; pero lo curioso es que sigue estando caliente. Si usted no me cree, mire”. Y entonces levantó un ángulo de la cobija, lo que me permitió ver muchos huevos y algunos polluelos recién nacidos. “Usted ve, es el modo que utilizo para incubar los huevos (también vendo huevos frescos)”.
Nos sentamos a cada lado del lecho y el frutero comenzó a hablar: “La quiero tanto, créame. La he querido siempre. Era tan dulce. Tenía unos piesecitos ágiles y blancos. ¿Quiere usted verlos?” “No”, dije yo.
“En fin”, continuó diciendo con un profundo suspiro, “era tan hermosa. Yo tenía cabellos rubios, ella hermosos cabellos negros (ahora, los dos tenemos cabellos blancos). Su padre era un hombre extraordinario. Tenía una gran casa en el campo. Se dedicaba a coleccionar costillas de cordero. Por ese motivo llegamos a conocernos. Yo tengo una especialidad: sé desecar la carne con la mirada. El señor Pushfoot (ése era su nombre) oyó hablar de mí. Me invitó a su casa para desecar sus costillas a fin de que no se pudrieran. Agnes era su hija. Fue un amor a primera vista. Partimos juntos en barco por el Sena. Yo remaba. Agnes me hablaba así: “Te quiero tanto que vivo sólo para ti”. Y yo le decía lo mismo. Creo que es mi amor lo que la mantiene cálida; quizás está muerta, pero el calor persiste”. – “El año próximo”, prosiguió con la mirada perdida, “sembraré algunos tomates; no me asombraría que se desarrollaran bien allí dentro.” – “Caía la noche y no se me ocurría dónde pasar nuestra primera noche de bodas; Agnes se había vuelto pálida, muy pálida por la fatiga. Finalmente, apenas salimos de París, vi una cantina que daba sobre la orilla. Aseguré el barco y penetramos por la galería negra y siniestra. Había allí dos lobos y un zorro que se paseaban a nuestro alrededor. No había nadie más”.
“Llamé, llamé a la puerta que encerraba un terrible silencio. “Agnes está muy fatigada, Agnes está muy fatigada”, gritaba yo lo más fuerte que podía. Finalmente una vieja cabeza se asomó por la ventana y dijo: “No sé nada. Aquí el patrón es el zorro. Déjeme dormir: usted me fastidia.” Agnes se puso a llorar. No quedaba otro remedio: tenía que dirigirme al zorro. “¿Tiene usted camas?” le pregunté varias veces. No respondió nada: no sabía hablar. Y de nuevo la cabeza, más vieja que antes, que desciende suavemente desde la ventana, atada a un cordoncito: “Diríjase a los lobos; yo no soy el patrón aquí. Déjeme dormir, por favor”. Acabé por comprender que esa cabeza estaba loca y que no tenía sentido continuar. Agnes seguía llorando. Di varias vueltas alrededor de la casa y al fin pude abrir una ventana por la que entramos. Nos encontramos entonces en una cocina alta; sobre un gran horno enrojecido por el fuego había unas legumbres que se cocían solas y saltaban por sí mismas en el agua hirviendo; ese juego las divertía mucho. Comimos bien y después nos acostamos sobre el piso. Yo tenía a Agnes en mis brazos. No pudimos dormir ni un minuto. Esa terrible cocina contenía toda clase de cosas. Una enorme cantidad de ratas se había asomado al borde exterior de sus agujeros, y cantaban con vocecitas aflautadas y desagradables. Había olores inmundos que se inflaban y desinflaban uno tras otro, y corrientes de aire. Creo que fueron las corrientes de aire las que acabaron con mi pobre Agnes. Ya nunca más se recobró. Desde ese día habló cada vez menos”.
Y el frutero estaba tan cegado por las lágrimas que no tuve dificultad en escaparme con mi melón.

*Tomado de “Antología de la poesía surrealista”. Aldo Pellegrini (Editorial Argonauta), Barcelona-Buenos Aires, 1981. Traducción de Aldo Pellegrini del libro de Leonora Carrington “La Dame Ovale” (1939, París)

domingo, mayo 15

Cenizas (o de X y Y). Ana Paulina Gutiérrez *

Salió de su casa con el vestido de flores que tanto le gustaba. Mientras caminaba por las calles pensaba en lo mucho que le dolía la idea de nunca más hacer el amor con X. Simplemente no volvería a besarlo, ni a tocar esa piel que tanto le gustaba. No volvería a meter las manos entre su cabello. Jamás volvería a ver la imagen de X besando su cuerpo y deteniéndose en los rincones que nadie más había percibido. “¿Qué tiene un brazo de especial? ¿Por qué se queda tanto tiempo besando y mordiendo mi brazo?” Rara y dulce forma de coger.
Así que era hora de buscar otros cuerpos que la hicieran olvidarse de él. ¡Había muchos! Eso no sería problema. Lo difícil había sido ponerse el vestido y salir a las calles a arrojar las cenizas del muerto.
Caminó por ahí un buen rato, hasta que por fin encontró a alguien: sentado en un bar absolutamente decadente, con el cuerpo echado para atrás en la silla de metal, Y fumaba una pipa que le daba el toque patético necesario para ser el elegido. Cruzaron las miradas y ella no se atrevió a sentarse en la mesa de al lado. Dio una vuelta a la manzana pensando que era una locura. Apenas hace 10 minutos había hecho el último intento por vincularse con X. Unos mensajes de texto que trataban de frenar la quema del muerto, pero que como siempre le dejaban el corazón escurriendo. Si al menos X le hubiera dicho que quería verla…pero no. Así que el funeral tendría que llevarse a cabo.
Se quedó en la esquina dudando de sus pasos. No se atrevía a acercarse. En esas estaba cuando sintió que alguien la tomó del brazo. Era Y. La había seguido en su vuelta a la manzana y muy probablemente había notado sus intenciones y dudas. Ella lo miró con ojos temerosos y él sólo sonrió y la beso en la mejilla. Un beso tétrico. Caminaron hacia la entrada de un edificio que parecía abandonado. Sofía sintió escalofríos, el miedo la paralizaba, le impedía zafarse de las manos gruesas de Y. Cualquier cosa podía pasarle por sus ganas de matar al “casi-muerto”, quemarlo y hacer volar sus cenizas hacia el infinito.
Respiró profundo: “Los pensamientos fatalistas son una forma de autodestrucción de mi libertad, yo misma saboteo las oportunidades de tener experiencias nuevas, es un patrón de conducta que... ¡Auch!” Por estar pensando todas esas pendejadas no se dio cuenta de que el tipo había comenzado a morderle el cuello mientras metía las manos bajo el vestido. Trató de concentrarse en la sensación de esas manos ásperas en sus muslos. Sintió como le arrancaba las bragas de un solo tirón y entonces se excitó muchísimo. Comenzó a besarlo y a morder sus labios mientras metía las manos entre su cabello chino. La penetró de una sola vez y ella lanzó un gemido que se acompañó de un eco macabro. Él estaba decidido a no parar y ella a no dejar que lo hiciera. Sofía no tardó mucho en sentir un orgasmo intenso, y después otro y otro. Ahí, en plena entrada de un edificio solitario, con un desconocido. “Como escena de película porno de baja producción”. Estuvieron ahí durante horas. Pararon sólo cuando escucharon unas voces bajando las escaleras del edificio. No había más remedio. Ella recogió su vestido del piso y se lo puso encima. Era hora de irse. Miró a Y en la penumbra con una mirada dulce y le dio un beso de despedida. No se dijeron ni una sola palabra.
Iba feliz de regreso a casa, llena de lodo, con la sangre concentrada en las mejillas, con las marcas de los colmillos de Y en el cuello. Se veía hermosa. Se descubrió a sí misma cantando. Ella no se dio cuenta, pero ¡se le había salido X de la cabeza!, del corazón ahora cuajado. Abrió la puerta de su casa y subió las escaleras silbando. Se acostaría a dormir pensando en Y: su desconocido de manos ásperas. Al llegar a su recamara la sonrisa se le borró del rostro. Fue entonces que se dio cuenta que se le había salido el muerto del alma. Las cenizas habían volado por los aires. La habían seguido de regreso a casa. Lo notó cuando vio sobre la cama una pila de polvo negro. Las cenizas estaban ahí. En el lado derecho de la cama, donde X seguía viviendo desde el día que se fue.
 * Foto de Sara Ellis.