domingo, marzo 27

La reina *

El pintor se sentó al lado de su modelo mezclando los colores mientras comentaba cuánto lo excitaban las putas. Su camisa estaba abierta y mostraba un cuello fuerte y liso y  un manojo de vello oscuro; se había aflojado el cinturón por comodidad, les faltaba un botón a sus pantalones que llevaba arremangados para sentirse más libre.

Siempre decía:

-Me gusta una puta más que nadie porque siento que ella nunca me agarrará ni me enganchará. Eso me hace sentir libre. No es necesario hacerle el amor. La única mujer que me hizo sentir el mismo placer, fue una mujer que era incapaz de enamorarse, que se entregaba como una puta, que despreciaba a los hombres a quienes se entregaba. Esta mujer había sido puta y era más fría que una estatua. Los pintores la descubrieron y comenzaron a usarla como modelo. Era una modelo magnífica. Era la quintaesencia de una puta. De alguna manera, el vientre frío de las putas, constantemente deseado, produce un efecto fenomenal. Todo el erotismo sale a la superficie. El vivir consatantemente con un pene adentro vuelve fascinante a una mujer. El vientre parece exponerse, como si estuviera presente en todos los aspectos de ella.

De una manera u otra, el cabello de las putas parece oler a sexo. El cabello de esa mujer...era el más sensual que yo hubiera visto. Medusa debió de tener un cabello como ése, con el que sedujo a los hombres que cayeron bajo su hechizo. Estaba lleno de vida, era espeso y tenía un olor acre como si hubiera sido bañado en esperma. A mí siempre me parecía que había sido enrollado alrededor de un pene y empapado con secreciones. Era el tipo de cabello que yo quería para envolver mi propio sexo. Era cálido y tenía el olor de la selva; aceitoso, fuerte. Era el cabello de un animal. Se erizaba al tocarlo. Con sólo pasar mis dedos por él, tenía una erección. Me hubiera contentado con sólo tocarlo.

Pero no era solamente su cabello. Su piel era erótica también. Se acostaba y permitía que la acariciara durante horas, echada como un animal, absolutamente quieta, lánguida...La transparencia de su piel dejaba ver unos hilos azul turquesa cruzando su cuerpo y yo tenía la sensación de estar tocando no solamente el satén sino también las venas vivas, tan vivas cuando acariciaba su piel que podía sentir su movimiento. Me gustaba estar acostado contra sus nalgas y acacriciarlas para sentir las contracciones de los músculos, que traicionaban su sensibilidad.

Su piel era seca como la arena del desierto. Cuando recién nos acostábamos estaba fría pero después se volvía cálida y se enfebrecía. Sus ojos: es imposible describir sus ojos excepto diciendo que eran los ojos de un orgasmo. Lo que sucedía constantemente en sus ojos era algo con tanta fiebre, tan incendiario, tan intenso, que las veces que los miraba sentía que mi pene se alzaba, palpitante. También sentía que había algo palpitante en sus ojos. Sólo con sus ojos podía responder, podía dar esa respuesta absolutamente erótica, como si olas de fiebre estuvieran temblando allí, como remolinos de locura...algo devorador que podía vencer a un hombre, como una antorcha que podía aniquilarlo dándole un placer nunca conocido.

Bijou, ella era la reina de las putas. Sí, Bijou. Hace unos pocos años, todavía se la veía sentada en un pequeño café de Montmartre, como una Fátima oriental, todavía pálida, los ojos todavía ardientes. Era como el reverso de un vientre. Su boca no era una boca pensada para un beso, o para comer, o para hablar, para formar palabras, para saludar a uno; no, era como la boca del sexo mismo de las mujeres, con esa forma, con ese modo de moverse para atraer, para excitar, siempre estaba mojada, colorada y viva como los labios del sexo que se acaricia...Cada movimiento de la boca tenía el poder de despertar la misma emoción, la misma ondulación en el sexo de un hombre, como si se transmitiera por contagio directa e inmediatamente. Al ondularse, como una ola que está a punto de envolverlo y enroscarlo a uno, ordenaba al pene que se moviera, a la sangre que se moviera. Cuando se humedecía, provocaba mi secreción sexual.

De alguna manera, todo el cuerpo de Bijou estaba delineado por el erotismo, por un genio de la exposición de toda la expresión del deseo. Ella era indecente, te lo puedo asegurar. Era como hacerle el amor en público, en un café, en la calle, delante de todo el mundo.

No se guardaba nada para la noche, para la cama. Todo en ella estaba abierto, a la vista. Era de hecho la reina de las putas, tomaba posesión de ese lugar en cada instante de su vida. Incluso cuando comía; cuando jugaba a las cartas no se sentaba impasible como otras mujeres que centran su atención en el juego: en ella privaba la sensualidad.

Uno sentía, por la posición de su cuerpo, el modo en que su culo se disponía contra el asiento, aun entonces preparado para la posesión. Los pechos apenas tocaban la mesa con toda su magnificencia. Si se reía, tenía la risa sensual de una mujer satisfecha, la risa de un cuerpo que disfruta de sí mismo a través de cada poro, de cada célula, acariciados por el mundo entero.

En la calle muchas veces no se enteraba de que yo caminaba detrás de ella y entonces podía ver como todos los chicos la seguían. Los hombres la seguían antes de ver su cara. Era como si dejara detrás un olor animal. Es extraño lo que puede provocar en un hombre el hecho de ver a un verdadero animal sexual delante de él. La naturaleza animal de las mujeres ha sido cuidadosamente escondida: los labios, el culo y las piernas han servido a otros propósitos, como un plumaje colorido, han distraido al hombre de su deseo en lugar de acentuarlo.

Las mujeres que son irremediablemente sensuales, con el vientre escrito en sus caras, aquellas que arrastran el deseo de un hombre hasta hacer volar su pene hacia ellas inmediatamente; las mujeres cuyas ropas no tienen más sentido que volver más prominentes algunas partes del cuerpo; las mujeres que arrojan su sexo hacia nosotros con el cabello, los ojos, la nariz, la boca, el cuerpo entero: esas son las mujeres que amo.

Las otras...cómo haces para encontrar en ellas al animal. Lo diluyeron, lo ocultaron, lo perfumaron, para que huela como otra cosa. ¿Cómo qué? ¿Cómo ángeles?

Déjame contarte lo que me pasó una vez con Bijou. Bijou era infiel por naturaleza. Me pidió que la pintara para la Fiesta de los Artistas. Era un año en que se había acordado que pintores y modelos irían vestidos como al estilo salvaje africano. Así que Bijou me pidió que la pintara artísticamente, para lo cual vino a mi estudio unas horas antes de la fiesta.

Me dispuse a decorarla con diseños africanos inventados por mí. Se paró derecha y desnuda delante de mí; al comienzo, de pie, me dispuse a pintarle los hombros y los pechos, después me agaché para pintarle el vientre y la espalda; luego de rodillas le pinté las partes de más abajo, las piernas...La pintaba amorosamente, con adoración, como si fuera un acto sagrado.

Su espalda era amplia y fuerte, como el lomo de un caballo de circo. Podría haberla montado y ella no se habría vencido por el peso. Podría haberme sentado en su espalda, para deslizarme luego y darle por detrás, como un latigazo. Deseaba hacerlo. Incluso más, tal vez, quería apretarle los pechos hasta sacarles la pintura, acariciarlos limpios para poder besarlos...Pero me contuve y continué transformándola en una salvaje.

Cuando se movía, los diseños brillantes se movían con ella, como un mar aceitoso con las corrientes. Sus pezones estaban duros como botones bajo las pinceladas. Cada curva me provocaba deleite. Me desabroché los pantalones. Dejé mi pene afuera, libre. Ella nunca me miró. Estaba allí parada sin moverse. Mientras pintaba las caderas y el valle que conducía al vello púbico, ella intuyó que no podría terminar el trabajo y dijo: "Arruinarás todo si me tocas. No puedes tocarme. Después de que se seque, serás el primero. Te esperaré en la fiesta. Pero ahora no." Y me sonrió.

Desde luego faltaba pintar el sexo. Bijou iría enteramente desnuda, pero llevaría una hoja de parra. Me fue permitido besarle el sexo sin pintura, cuidadósamente, de lo contrario me tragaría el verde jade o el rojo chino. Y Bijou estaba tan orgullosa de sus tatuajes con diseños africanos. Ahora parecía la reina del desierto. Sus ojos tenían una mirada verde y laqueada. Sacudió sus aros, sonrió, se cubrió con una capa y partió. Yo estaba en un estado tal que me llevó horas prepararme para la fiesta...pintarme solamente un saco marrón.

Te dije que Bijou era una mujer infiel. Nunca dejó que la pintura se secara. Cuando llegué pude ver que más de uno había corrido el riesgo de mancharse con los diseños de Bijou. Los tatuajes estaban completamente borroneados. La fiesta estaba en lo mejor. Los palcos estaban llenos de parejas cogiendo. Era un orgasmo colectivo. Y Bijou no me había esperado. Mientras caminaba por allí, dejaba un tenue rastro de semen que me permitiría seguirla a cualquier parte.

* En Pajaritos de Anaïs Nin. (Foto Darío Ramos, 1944-1988)

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